El
regio comedor inspiraba una casona palaciega, aunque la humedad había devorado
cuadros flamencos, tapices del XVIII y bustos romanos, la estructura conservaba
el aire dieciochesco, pero con una biblioteca de madera sin libros, un salón de
baile sin música y un comedor de gala sin gente a la que agasajar. Sólo estaba
ella, situada al fondo de la mesa de roble con incrustaciones de marquetería y
piedras preciosas diminutas, y una sombra de fidelidad, su
mayordomo fiel. Andaba revolviéndose en su sillón almohadillado estilo imperio,
con figuras a relieve en los extremos de los brazos y en el copete del
respaldo. Quizás fuera la única noche en su vida que tuvo hambre de verdad, y
tocaba la campana de porcelana insistentemente.
El
sonido reverberaba en el enorme comedor, que se extendía a toda la casona,
produciendo un eco amenazante a los oídos de su destinatario. El mayordomo
escuchaba aquella solícita llamada, y a pesar de que su corazón le dictaba que
había llegado el momento de abandonar el barco y dedicarse a su familia, su
razón equilibraba la balanza construida con los años, las canas y la lealtad,
rogándose que retrasara aquella decisión un tiempo. Mientras sometía a debate
sus pensamientos, dirigió sus pasos acolchados por la tarima hacia el tintineo
incesante.
Cuando
se halló frente a la anciana, ésta le ordenó que se sentara a su lado. Sin
atisbo de duda, como era costumbre ante las indicaciones recibidas durante toda
una vida, tomó asiento a su diestra y miró de soslayo a la culta, pero huidiza
mirada de la señora. Al parecer, no era hambre lo que tenía sino necesidad de
hablar. Un asunto muy serio. Una herencia. Tras despojar la palaciega
residencia de todo cuando tenía valor, la señora Neus van Meier sabía que las
paredes de su sueño no podrían ser arrancadas de su alma, y que su pluma
dictaminaría quién recibiría aquel monumental legajo.
Con
unos hijos más preocupados por amueblar su ambiciosa codicia y deseosos de que
la anciana madre hiciera testamento, la condesa rompió a llorar frente a su
fiel escudero durante más de medio siglo. Estaba decidida. Su amistad y su
fidelidad debían ser correspondidas. Y le entregó una hoja de papel timbrado,
con una firma en su pie. La residencia Neus van Meier fue cedida de forma
usufructuaria al mayordomo, hasta que los vientos del norte recojan a la
venerable señora, doctora en Historia, ex profesora en Harvard y propietaria de
una de las mayores bodegas de Borgoña en Francia, ahora comandada por su hijo
mayor, Frèderic.
Cuando
el empleado leyó aquel documento, las lágrimas brotaron con insistencia, igual
que la llamada que había recibido unos minutos antes. No podía creer lo que
significaba aquel documento que estaba en sus manos, le aseguraría el futuro,
no sólo a él, sino a su hija Dorothy y a su nieto, Johan. En ese momento, dejó
el papel sobre la robusta mesa, y abrazó a la profesora jubilada. Aquel íntimo
contacto, el primero y el último que tuvieron el empleado y la condesa, hizo que
la señora se ratificara en su decisión. Y tras secarse las lágrimas, con su
servilleta de hilo con sus iniciales, S.
NvM., bordadas en la esquina inferior derecha, solicitó un vaso de agua a su abnegado
y ahora inmensamente rico, mayordomo. Una vez llenó la copa, de cristal de
bohemia con el palacio serigrafiado al ácido en su panza, con agua de Evian, se
retiró agradecido por el gesto de la condesa, hasta la mañana siguiente,
deseándole una feliz noche. En ese momento, y tras retirarse Marcelo, los
polvos de una cápsula extraída de un doble fondo del vestido fueron disueltos en
el agua francesa, hasta que un color blanquecino se apoderó de la copa tallada.
Con un trago largo, la condesa apuró su vida.
A
la mañana siguiente, el mayordomo la encontró con una sonrisa plácida,
desplomada sobre su sillón preferido, con la vista perdida mirando los rescoldos
de un fuego que, no hacía mucho tiempo, había sido de lo más reconfortante,
hipnótico y embriagador. Sobre la alfombra persa y junto al sillón, su último
informe médico. Un tumor, que la devoraba por dentro en soledad, no
pudo avanzar, pues al palpar el interior de la muñeca derecha, no había signo
de latido. Cerró con suavidad y cariño sus preciosos ojos verdes, deseándole un
buen viaje, y maldiciendo porqué las buenas personas como Sophie, viuda del
conde William Neus van Meier, debían despedirse sin el adiós de su familia, mientras
se secaba las lágrimas por segunda vez en sus casi setenta años de
vida.
Juan J. Argudo
(primer relato de Sueños decantados)