El viaje tenía
como destino la Mina
de Pozo Ancho. Paseaba por las oficinas, observaba los gestos, las manos, las
caras y reconocí entre el personal a un niño. No tendría más de diez años y no
entendía qué hacía allí. La mina no es lugar para niños. Luego bajé en el
ascensor hasta la tercera galería, y me topé con un derrumbe, que por suerte,
no provocó daños a los mineros. Y al subir de nuevo a la superficie, lo divisé junto
a los mayores, entre capataces, oficinistas y recaderos. Jugaba al ajedrez. Y
la expectación iba creciendo a medida que ganaba partidas. Apostaban quién
sería capaz de tumbar el rey del “chico”. Apostado junto a la puerta, observé
cómo reía, cómo disfrutaba ganando a gente madura y cómo pasaba el tiempo en la
mina. Pronto el jefe de talleres disolvía la timba de escaques, y todo el mundo
volvía a su puesto. Él recogía las piezas de dos en dos, con sus manos todavía
blancas pero toscas, y las metía en una bolsa de terciopelo cerrándola con un
nudo.
Ése último gesto,
lo noté en su mirada, indicaba que debía de volver a su cruda realidad. Su función
en la mina, aparte de provocar que algún minero perdiera su sueldo apostando al
rey negro, era excavar las galerías y túneles subterráneos de pequeñas
dimensiones, donde luego se alojarían las tuberías de desagüe y drenaje de la
mina, para extraer el agua y continuar los trabajos en la mina. Se cansaba a
menudo al estar mucho tiempo de rodillas, y tosía con frecuencia, pero no podía
dejar de trabajar. Sabía que aquello ayudaría a su padre, minero enfermo de
silicosis, y que con las monedas que
conseguía horadando la tierra, y las que le aportaban su tablero, que siempre
le acompañaba, su familia saldría adelante. Su aspecto flacucho y enclenque
provocaba que todo el mundo fuera condescendiente con él. Y observé de qué
manera se zafaba de su capataz, regalándole un regaliz para que no fumara, y le
dejara ir a jugar a las oficinas, desplegar su tablero que limpiaba con sumo
cuidado con un paño de algodón, para luego minuciosamente colocar las fichas,
blancas primero, y negras a continuación, y una vez que los caballos oteaban al
frente de batalla, y desde las torres se divisaba el bando contrario, mirar las
caras de los oficiales y oficinistas, ofreciendo el otro lado de la mesa, con
atisbo de querer embolsarse, en otro rato, un sobresueldo que no le venía nada
mal.
El día siguiente
no hubo partida. Y todo el mundo se preguntaba donde estaría aquel reyezuelo de
los escaques, para que no hubiera montado la sala de juegos, como de costumbre.
Al pronto, uno de los capataces corría hacia el túnel de drenaje. Justo cuando
entraba al túnel, un minero sollozando traía en brazos el cuerpo del niño
ajedrecista. No respiraba y tenía ensangrentadas las rodillas y manos. Al
parecer un derrumbe provocó su asfixia en el interior. Todos lloraban la enorme
pérdida, mientras que la campana de la mina repiqueteaba el martillo en su
honor.
-
La
campana me despierta, doctor. Siempre es la misma pesadilla. Han pasado 20 años
desde que perdí a mi hermano mayor en la mina, y no consigo deshacerme de los sonidos
que repiquetean mi alma, noche sí y noche también.
-
Quizás debería de visitar los vestigios y
despedirse de su hermano.
-
Quizás,
doctor. Ese será mi próximo viaje, el más doloroso, el definitivo.
(Este relato resultó merecedor del Primer Premio del VI Certamen de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid, que convocó en 2009 la Fundación Juan Muñiz Zapico de Asturias).
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