Tiempo. Le regalaría tiempo. Hoy, en un día soleado, me
acuerdo de las nubes cuando oscurecen los días y nieblan los dulces sueños.
Sería un regalo difícil de empaquetar. No tendría celofán, ni la florecilla
disecada que anuncia grandes almacenes en su interior. En cuanto al precio,
sólo podemos pagar aquello que tiene valor, una cantidad que mitigue la
ansiedad de posesión, de aparentar cuán doloroso para el bolsillo fue tal
fragancia, cuál etiqueta arrancó del vestido diseñado para triunfar en la meca
de la torpe sociedad, que aún en pleno siglo XXI, sigue batallando por no
encontrar su lugar en este maltrecho mundo, y entrega de forma desidiosa su
alma al mejor postor, al último advenedizo que marca líneas de tendencia opacas
y sin contenido, sin alma.
Cuando descarto ese regalo, que
pudiera ser perfecto, aunque no aparente, sin etiqueta que lo ensalce, sin
tarjeta-regalo y sin “marca” que lo encumbre, salgo a la calle con prisa
acelerada. ¿Qué le regalo”, me pregunto. Imaginé un día de San Valentín
envuelto en flores, que la parte contratante desecha porque en cinco días
pierde la esbeltez necesaria del regalo perfecto. Soñé una mañana de domingo
con un collar perfecto envuelto en caja de ante y madera que al abrirlo
reluciera cual estrella del cielo en noches despejadas del estío del Sur. Pero
ese collar viene con un P.V.P. que estafa al pringao que con ilusión, llega con
el tiempo justo de ver resuelta la papeleta del regalo maldito.
Anuncié al gran establecimiento mi
necesidad acuciante de un regalo para la esposa perfecta, en un día de locos y
de corazones rojos saltando por doquier. Cinco dependientas de altura acercaron
sus ideas estudiadas en clases de cómo convencer a un pardillo en momentos
agonizantes. Me regalaron el oído con sabrosas e ingeniosas estocadas a mi ego
masculino: “Usted sabe lo que le gusta a una mujer” o aquello de “hombres con
su delicado don…” aterrizaron en mil maltrechos martillos y yunques por culpa
de la alta megafonía que anunciaba unos majísimos descuentos para el Sr. que
busca regalos perfectos.
Cuando salí de nuevo a la calle no
muy convencido de que hubiera perdido una oportunidad maravillosa, de hacer que
aquella velada un dechado de emoción y de lágrimas, noté que en mi bolsillo no
llevaba mi cartera. ¿Qué haría? ¿Podía regresar sin el regalo perfecto? ¿Lo
perdonaría? Y como hay días en que me acompañan las musas soñé otra idea. Tirar
de carta emocionada y vibrante que su corazón acelerara.
Decidido pedí un par de folios en el
kiosko habitual y con mi bolígrafo Cross, que siempre me acompaña, me senté en
el parque junto a casa sin testigos de vista. El sol, que me entretiene las
letras, provoca que me rebele contra la engañosa y pulcra obligación de regalar
un regalo perfecto. Éste será mi regalo perfecto.
Dormir cada noche con un beso tierno
entregado con pasión. Madrugar para limpiarle las lentes al Sol y que acaricie
sus mejillas sonrosadas y que la despierte entre tibios arrumacos. Entregarme
en cuerpo y alma a su pecho dormido, cuando se despierte felicitarla,
enjabonarle un beso y decirle ¡qué feliz estoy a tu lado!
Y como signo de mi amor, me propuse decidido
pedir cita al cirujano. Que me abriera el pecho, y que ella tras la mascarilla,
palpara cómo mi corazón se eleva y se contrae cada día, cada hora, cada segundo
por obra y gracia de ella, de mi mujer, que hoy celebrará San Valentín, quizás,
sin un regalo perfecto.
(Publicado en Linares28, en La Revista)
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