sábado, 27 de abril de 2013

LA ÚLTIMA LLAMADA



El regio comedor inspiraba una casona palaciega, aunque la humedad había devorado cuadros flamencos, tapices del XVIII y bustos romanos, la estructura conservaba el aire dieciochesco, pero con una biblioteca de madera sin libros, un salón de baile sin música y un comedor de gala sin gente a la que agasajar. Sólo estaba ella, situada al fondo de la mesa de roble con incrustaciones de marquetería y piedras preciosas diminutas, y una sombra de fidelidad, su mayordomo fiel. Andaba revolviéndose en su sillón almohadillado estilo imperio, con figuras a relieve en los extremos de los brazos y en el copete del respaldo. Quizás fuera la única noche en su vida que tuvo hambre de verdad, y tocaba la campana de porcelana insistentemente.

El sonido reverberaba en el enorme comedor, que se extendía a toda la casona, produciendo un eco amenazante a los oídos de su destinatario. El mayordomo escuchaba aquella solícita llamada, y a pesar de que su corazón le dictaba que había llegado el momento de abandonar el barco y dedicarse a su familia, su razón equilibraba la balanza construida con los años, las canas y la lealtad, rogándose que retrasara aquella decisión un tiempo. Mientras sometía a debate sus pensamientos, dirigió sus pasos acolchados por la tarima hacia el tintineo incesante.

Cuando se halló frente a la anciana, ésta le ordenó que se sentara a su lado. Sin atisbo de duda, como era costumbre ante las indicaciones recibidas durante toda una vida, tomó asiento a su diestra y miró de soslayo a la culta, pero huidiza mirada de la señora. Al parecer, no era hambre lo que tenía sino necesidad de hablar. Un asunto muy serio. Una herencia. Tras despojar la palaciega residencia de todo cuando tenía valor, la señora Neus van Meier sabía que las paredes de su sueño no podrían ser arrancadas de su alma, y que su pluma dictaminaría quién recibiría aquel monumental legajo.

Con unos hijos más preocupados por amueblar su ambiciosa codicia y deseosos de que la anciana madre hiciera testamento, la condesa rompió a llorar frente a su fiel escudero durante más de medio siglo. Estaba decidida. Su amistad y su fidelidad debían ser correspondidas. Y le entregó una hoja de papel timbrado, con una firma en su pie. La residencia Neus van Meier fue cedida de forma usufructuaria al mayordomo, hasta que los vientos del norte recojan a la venerable señora, doctora en Historia, ex profesora en Harvard y propietaria de una de las mayores bodegas de Borgoña en Francia, ahora comandada por su hijo mayor, Frèderic.

Cuando el empleado leyó aquel documento, las lágrimas brotaron con insistencia, igual que la llamada que había recibido unos minutos antes. No podía creer lo que significaba aquel documento que estaba en sus manos, le aseguraría el futuro, no sólo a él, sino a su hija Dorothy y a su nieto, Johan. En ese momento, dejó el papel sobre la robusta mesa, y abrazó a la profesora jubilada. Aquel íntimo contacto, el primero y el último que tuvieron el empleado y la condesa, hizo que la señora se ratificara en su decisión. Y tras secarse las lágrimas, con su servilleta de hilo con sus iniciales,  S. NvM., bordadas en la esquina inferior derecha, solicitó un vaso de agua a su abnegado y ahora inmensamente rico, mayordomo. Una vez llenó la copa, de cristal de bohemia con el palacio serigrafiado al ácido en su panza, con agua de Evian, se retiró agradecido por el gesto de la condesa, hasta la mañana siguiente, deseándole una feliz noche. En ese momento, y tras retirarse Marcelo, los polvos de una cápsula extraída de un doble fondo del vestido fueron disueltos en el agua francesa, hasta que un color blanquecino se apoderó de la copa tallada. Con un trago largo, la condesa apuró su vida.

A la mañana siguiente, el mayordomo la encontró con una sonrisa plácida, desplomada sobre su sillón preferido, con la vista perdida mirando los rescoldos de un fuego que, no hacía mucho tiempo, había sido de lo más reconfortante, hipnótico y embriagador. Sobre la alfombra persa y junto al sillón, su último informe médico. Un tumor, que la devoraba por dentro en soledad, no pudo avanzar, pues al palpar el interior de la muñeca derecha, no había signo de latido. Cerró con suavidad y cariño sus preciosos ojos verdes, deseándole un buen viaje, y maldiciendo porqué las buenas personas como Sophie, viuda del conde William Neus van Meier, debían despedirse sin el adiós de su familia, mientras se secaba las lágrimas por segunda vez en sus casi setenta años de vida.
                                                    Juan J. Argudo 

(primer relato de Sueños decantados)

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