Alberto Campo Baeza: «La luz es el material más lujoso que hay, pero como es gratis, no lo valoramos»
Acaba de ser elegido académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y tiene sentido porque Alberto Campo Baeza
(Valladolid, 1946) es arquitecto, pero en una conversación salta con
fluidez de la poesía contemporánea a la escultura barroca, de la música
clásica a la pintura abstracta y de la literatura del Siglo de Oro a las
construcciones prehistóricas. Y ese interés por el conocimiento se
refleja en sus libros, en sus artículos y en sus clases, tanto en
universidades en Zúrich, Lausana o Filadelfia, como en la Escuela de
Arquitectura de Madrid, donde es catedrático de Proyectos
Arquitectónicos desde 1986, y cuya labor ha sido galardonada con el
Premio a la Excelencia Docente de la Universidad Politécnica de Madrid
en 2013.
Su arquitectura, profunda y
rigurosa, se ha publicado y expuesto por todo el mundo, además de
recibir premios de diversa índole, como la inclusión de una de sus
construcciones, la Casa Gaspar, en el Inventario de Bienes Reconocidos
del Patrimonio Histórico Andaluz. Se ha dicho que su obra es
esencialista e incluso minimalista, pero él prefiere decir que es
intensa, que destila todo lo accesorio hasta condensarla en una idea
capaz de ser construida. En esta entrevista intentaremos entender su
visión de la arquitectura, del arte o del mundo, pero quizá sea
suficiente con leer el poema de William Blake que, cada
año, cita al comenzar el curso: «En un grano de arena ver un mundo, / y
en cada flor silvestre un paraíso. / Vivir la eternidad en una hora, /
sostener en la palma el infinito».
En el libro infantil Quiero ser arquitecto
dices que el arquitecto es un creador, un pensador, un artista, un
técnico, un constructor… pero también un médico, un cocinero y un poeta.
¿La arquitectura lo es todo?
Sí,
la arquitectura es una labor creadora que implica que el arquitecto
tiene que ser lo que los clásicos llamaban un generalista. Es alguien
que es conveniente que sepa de todo. No sé si esto será válido para un
cirujano, a lo mejor un cirujano necesita tener unos conocimientos muy
específicos de medicina para operar muy bien y ser muy preciso. Un
arquitecto necesita ser tan preciso como un cirujano. Cuando hablo de la
precisión siempre cito a mi padre, que era cirujano y murió al año
pasado con ciento cuatro años con la cabeza perfecta. Era un tipo
maravilloso, y el año antes de morir le pregunté qué notas tuvo en su
carrera de Medicina en Valladolid, y me dijo que tuvo diecinueve
matrículas de honor. Le pregunté por qué nunca lo había contado, y me
dijo: «Hijo mío, esas cosas no se cuentan». Mi hermana, al ordenar los
papeles tras su muerte, se encuentra las dos últimas papeletas de su
carrera y, en lugar de poner «Sobresaliente» o «Matrícula de honor» el
catedrático había puesto «Admirable». Era un tipo fantástico, ya
quisiera yo parecerme a mi padre. Pues esa precisión que la cirugía
exige también es necesaria para un arquitecto con las medidas,
proporción, escala… pero a la vez tiene que ser poeta, artista, músico.
Ahora a mis alumnos les pregunto al principio de cada año cuántos tocan
un instrumento musical. Afortunadamente levantan la mano veinte o
veinticinco de los cien. El año pasado uno tocaba la trompa, y le dije: «Haydn» [risas].
Un
arquitecto debe tener una formación muy completa. Cuando digo cocinero
es porque en clase muchas veces pongo ejemplos de cocina —la gente
piensa que cocino muy bien, pero lo hago fatal— porque la mezcla en
proporciones, en temperatura… se parece a la arquitectura. Hablando de
la luz hago una comparación con la sal: a veces hace falta muy poca sal,
a veces un poco más; y tiene que ser muy medida. Pues con la luz, que
es un material maravilloso con el que trabajamos los arquitectos, pasa
lo mismo. De Juan Navarro Baldeweg aprendí la comparación con la
música. Él hacía una comparación de una obra de arquitectura con un
instrumento musical. Efectivamente, el espacio es atravesado por la luz y
aquello funciona, yo diría que suena, y suena cuando la luz lo
atraviesa. De igual manera, la música es aire, sin el aire no existiría
la música: cuando las cuerdas vibran, cuando pasa el aire a través de la
boquilla de la flauta, por los tubos de un órgano… pero es aire. Pues
la arquitectura es luz. Luz al atravesar un espacio. En esta misma
estancia en la que estamos, una estancia sencilla, no hay un ejercicio
de luz sólida atravesando el espacio de una manera dramática, hay un
espacio continuo en el que la luz entra de otra manera, pero es luz.
No todo tiene que ser el drama del rayo rompiendo la oscuridad.
Quizá
una iglesia lo pide más, aunque me encantaría tener una iglesia con
espacio continuo, pero para un espacio sagrado quizá es más adecuado
otro tipo de luz.
Los
arquitectos quizá no tenemos que saber de todo, pero al menos hemos de
tener la sensibilidad para interesarnos por todo. Entonces, y citando tu
poema de Blake, ¿cómo aguantamos «el mundo en un grano de arena» sobre
los hombros? ¿Cómo soportamos esa responsabilidad?
Yo
no creo que aguantemos una responsabilidad sobre los hombros, sino que
recibimos un regalo. Suelo citar el poema de Blake porque tengo más
libros de poesía que de arquitectura. En casa solo tengo libros de
poesía y literatura. Y a estas alturas aún sigo descubriendo poetas. La
última ha sido Wisława Szymborska, que dice cosas
tan bonitas como «Qué tendrá la palabra futuro que, nada más pronunciar
la primera sílaba, ya está en el pasado». Pues la poesía es eso: ¡pam! Y
eso es necesario para cualquier arquitecto. Yo utilizo la comparación
con la poesía en textos. Por ejemplo, en Principia Architectonica
hablo de «la arquitectura como poesía» y la utilizo para hablar de la
precisión. Cuando se hace un poema las palabras son pocas, son las
necesarias y su colocación es la precisa. Si escribes poesía harás lo
que hago yo, que cuando ya están maduras las paso a Word, las dejo unos
días y luego hago eso que te permite el Word, que es una de las cosas
más bonitas que te permite hacer un ordenador; la posibilidad de
cambiar. Antes, cuando escribíamos a mano o a máquina, corregir era un
lío. Recuerdo mi tesis, que los cambios los hacía con Tipp-ex. Ahora,
para la poesía, puedes seguir afinando y afinando, como con los
instrumentos musicales. Me gustaría que los arquitectos, igual que
tenemos unas tablas muy precisas —aunque después no lo son tanto— para
el cálculo de estructuras, tuviésemos unas iguales para trabajar con la
luz natural. Unas tablas de la luz.
Hay
algo que puede parecer cruel decir ahora a los jóvenes, pero no es así,
y es la cantidad de trabajo que podemos o debemos abarcar: un
arquitecto que merezca la pena no puede construir mil edificios. Te
cuento una anécdota: con ocasión de la inauguración del edificio de
Zamora, que es el último grande que he terminado [se refiere al edificio del Consejo Consultivo de Castilla y León],
me montan una comida los delegados con un compañero mío de curso,
simpático, buena gente y buen arquitecto, y me dice que ha hecho dos mil
obras. Cuando volví a Madrid ni siquiera fui a casa, pasé por el
estudio, cogí una de mis monografías y conté cuántas obras tengo hechas.
No proyectos, sino construidas. Son treinta y siete. Me dije: «Alberto,
eres un desastre, solo treinta y siete obras no puede ser». Volví a
casa un poco desanimado, pero antes de dormir siempre suelo leer un
ratito, y ese día tenía una biografía de Shakespeare escrita por Bill Bryson,
que es un gamberro. Y en una página, casualmente, dice que Shakespeare
solo escribió treinta y siete obras de teatro. Dormí maravillosamente,
claro.
No
se trata de construir poco o mucho, sino lo preciso. Un médico no puede
ver a mil enfermos al día. Ni a cien. Pero puede ver a cinco. Y si
puede ver a tres los verá mejor. Pues un arquitecto, lo mismo. Hace poco
he dicho, con gran escándalo, que hoy en día el arquitecto que era un
poco laxo se forraba, porque a un arquitecto le cuesta lo mismo firmar
diez metros cuadrados que dos mil. Ahí también hay algo de sentido
común.
Cuando Save the Children
dice que hay niños muy pobres que solo tienen un par de zapatos… pues
oiga, cuando yo era pequeño, mi padre era cirujano y yo solo tenía un
par de zapatos, y no pasamos necesidad y fuimos muy felices. Yo no tengo
coche, pero es que dentro de unos años eso será lo lógico. Esta mañana
he llegado a la escuela en metro, como siempre. Me bajo en Ciudad
Universitaria y tengo que atravesar el paso elevado. Pues desde ese paso
elevado se veía una masa de coches en ambas direcciones y dentro de
cada coche solo había una persona. ¡Esos están locos!
José
Miguel de Prada Poole decía que vivimos en casas vacías, porque cuando
no estás durmiendo el dormitorio está vacío, el salón está vacío el 90 %
del tiempo.
Yo
vivo en un apartamento de veinte metros cuadrados. Evidentemente,
cuando hay niños la cosa cambia, claro, pero realmente no necesitamos
mucho más.
Hablando
de arquitectura, creo que hay que coger solo las obras que puedes
controlar y volcarte en ellas con intensidad. El otro día recibí una
carta de Perú donde me decían que hago una arquitectura muy intensa, muy
capaz de ser analizada, que no hago una arquitectura superficial. Pues
muchas gracias, es lo que intento porque así es como entiendo que tiene
que ser la arquitectura; pero tanto la arquitectura de Bernini como la de Mies van der Rohe, por muy distintas que parezcan. Hay una intensidad que no es que te obligue, es que hace que solo construyas treinta y siete obras en lugar de dos mil.
Como
nos has contado, tu padre fue médico, y según has dicho alguna vez, fue
tu madre quien te animó a ser arquitecto. ¿Se debía a su padre —tu
abuelo— que también era arquitecto?
Mi
abuelo era arquitecto, pero no le conocí. Y sí, fue una de sus hijas,
mi madre, quien me inculcó que tenía que ser arquitecto. Porque parece
ser que a mí se me daban bien los temas artísticos —por ejemplo, de
pequeño le encargué a la costurera que venía a casa una vez por semana
que me hiciera unos guiñoles vestidos de negro con pajarita y,
poniéndolos ante un piano de juguete y con la ayuda de un tocadiscos,
simulaba que tocaban La polonesa de Chopin—. Mi hermano, que era más listo y le interesaban los mecanismos y cómo funcionan las cosas, se hizo ingeniero.
¿Consideras que fue algo paulatino o tuviste alguna revelación como Saulo de Tarso, de las de caerte del caballo?
No, es paulatino. Pero por ejemplo, este libro de Quiero ser arquitecto
se lo he regalado a varios amigos que se lo han dado a sus niños que,
inmediatamente después de leerlo, han querido ser arquitectos. Es un
libro peligroso.
El
profundizar en la arquitectura ha ido viniendo paulatinamente, hay un
proceso de maduración, incluso en los que fuimos tan afortunados como
para tener en el primer año de carrera a Alejandro de la Sota.
Apareció un señor pequeñito que nos fascinaba y de inmediato yo quedé
convencido y convertido a la nueva religión arquitectónica. Además tuve
buen feeling con él desde el primer momento. Tan es así que a
final de curso puso un ejercicio que era un restaurante en la bahía de
Santander, al borde del agua. Todos los alumnos, aun siendo Sota,
hicieron cosas wrightianas, que si pendientes, que si voladizos sobre el agua, como en la Casa de la Cascada.
Yo, que me había convencido aquel señor pequeñito y con bigotito, hice
una caja de cristal con ruedas que daba vueltas debajo del agua. Me puso
a mí la mejor nota, aunque solo fuera para decir que yo le había
entendido. Aquello fue muy significativo. Sota fue un regalo.
Naces en Valladolid pero vives en Cádiz desde muy pequeño.
Nazco
en la Academia de Caballería de Valladolid porque mi padre estaba allí
destinado como cirujano militar. Mi madre era de Valladolid y mi padre
de Nava del Rey, un pueblo muy bonito de Valladolid. Se conocen después
de la guerra cuando mi padre era profesor adjunto de anatomía con don Ramón López Prieto, que a su vez era un discípulo de Pío del Río Hortega, que era el maestro de Ramón y Cajal.
Pero a mi padre se le ocurre hacer las oposiciones a militar, las gana y
se tiene que venir a Madrid a hacer el curso de adaptación en 1936. Con
lo cual le coge la guerra en el bando republicano y cuando acaba la
guerra le destierran, entre comillas, a Cádiz. Los hermanos siempre
hemos dicho que qué suerte haber estado en Cádiz. Soy de Valladolid y me
honro mucho de serlo, pero mi carácter es gaditano porque vivo allí
desde que tengo dos años.
¿Por qué nunca sacas el acento andaluz?
En
el propio colegio los tres hermanos —mi otra hermana nació ya en Cádiz y
tenía acento andaluz— éramos los que pronunciábamos bien castellano y
nos pedían que leyéramos en clase. No me queda nada de acento, nunca me
sale.
¿Nunca?
Nunca, cuando lo hago me sale impostado.
Y vienes a Madrid.
Sí,
a estudiar Arquitectura, con una trampa que hacen los marianistas. En
Cádiz yo estudio en el colegio de los marianistas del Pilar. Y los
marianistas, muy inteligentes, cogían a los mejores alumnos de
provincias y regulaban su curso preuniversitario en El Pilar de Madrid,
de manera que El Pilar tenía unas medias muy altas. A cambio te ofrecían
hacer la carrera en Madrid. Si no hubiera querido hacer eso habría
tenido que hacer la carrera en Sevilla que, con todos mis respetos, todo
lo que me ha pasado de bueno tiene que ver con Madrid.
Ahora vives en Madrid, tu principal actividad docente es en Madrid…
Pero
hay un paréntesis. Con Sota seguía manteniendo una buena relación, y me
dijo que no tenía que volver inmediatamente a la escuela, sino que
tenía que ponerme a trabajar, dejar pasar cinco años y entonces volver.
Le hice caso y volví a la escuela en 1976, pero me la encontré ya con
todos los círculos cerrados. Y es que yo tengo un defecto que entiendo
como cualidad, que es considerar que el mayor regalo que uno puede tener
en esta vida es la libertad.
No perteneces a ninguna cuerda.
Me
han puesto todas las etiquetas, pero me da igual. Bueno, pues llego a
la escuela y me encuentro con todos los círculos muy cerrados, así que
no. Entrego mi solicitud, acreditando que yo había estado esos cinco
años con Julio Cano Lasso —más gracias a su amabilidad que a mi
valía—, y con un expediente muy bueno pero no me cogen. No obstante, por
entonces, en octubre de 1976, había unas huelgas que habían provocado
un tapón de dos mil fines de carrera que nadie quería tutelar, y
pertenecían a la cátedra de Francisco Javier Sáenz de Oiza. Fíjate que en esas Navidades Miguel Fisac se
encerró en la escuela con los alumnos. A raíz de eso, al rector no le
queda más remedio que conceder cinco plazas de fin de carrera para
desatascar, y le pertenecen a Oiza. Y él, con su absoluta honradez, se
va a su despacho, donde tenía las solicitudes de profesor de proyectos
de septiembre, las revisa y coge las cinco mejores. Así, a principios de
enero me llamaron para decirme que estaba contratado en la Escuela de
Arquitectura. Estoy dos años con Oiza como profesor de fin de carrera;
junto a Rafa Pina, Antonio Miranda… a los cinco que entramos nos llamaban «los five».
A los dos años el tapón se desatascó, con lo cual teníamos que pasar a
cualquiera de las cátedras. Los círculos vuelven a estar cerrados y a mí
el que me acoge es Antonio Vázquez de Castro. Estuve uno o dos
años dando vueltas con Antonio, que se portó muy bien. Para entonces yo
ya había empezado la tesis, que quería que me la dirigiera Julio Cano
que, muy cariñoso y listo, me dice que no, que me la tiene que dirigir Javier Carvajal.
Con él no había tenido demasiado trato, pero cuando termino la tesis
paso a ser profesor con él. Después sigo trabajando, dando clase y
haciendo otras cosas para la Escuela. Por ejemplo, en el 79-80 montamos
con Carvajal, y junto a Ignacio Vicens, las visitas de Richard Meier, Peter Eisenman, Álvaro Siza, Tadao Ando… Y luego ya en 1986 salen las oposiciones y saco la cátedra.
De
alguna manera siempre has reivindicado la escuela de Madrid pero, sin
embargo, sobre todo desde fuera del mundo de la arquitectura, después de
la Casa Gaspar y la Casa Guerrero se dice con frecuencia que tu arquitectura es muy andaluza.
Quizá son muy andaluzas, pero también porque están hechas en Andalucía, están ambas en Cádiz. Después hago la Casa de Blas, que no es nada andaluza y está en Madrid.
Fíjate que fuera del mundillo hay quien piensa, cuando ven la casa en fotografías pero no la conocen, que la Casa de Blas también está en Andalucía.
Es una casa muy radical y fuerte, pero de andaluza no tiene nada. Eso no lo puedes poner en Cádiz.
Has
trabajado por todo el mundo. Más allá de lo obvio, ¿dónde ves la
diferencia entre Cádiz, Valladolid, Madrid, Nueva York o Zurich?
Hay
diferencias en luz, en carácter. La conclusión de todos estos años es
que el mundo es pequeño. Que tú te montes en un avión y a las ocho horas
estés en Nueva York hace que yo viva temporadas en Nueva York como si
estuviera en casa. A veces me siento más en casa en Nueva York que en
Madrid porque tengo tantos amigos en un sitio como en el otro. Hago una
guardería en Venecia para Benetton y no tengo que hacer nada raro con la
cabeza, en Venecia hay muchas cosas en común que tienen que ver con
Andalucía. Quizá allí hay una cosa más culta, que puedes interpretarla,
pero al final el mundo es pequeño. Creo en el carácter autónomo de cada
lugar, pero también creo que el mundo es muy pequeño.
Estaba pensando en el genius loci.
Sí
claro. Por ejemplo, Bernini va a París a hacer el Louvre, pero sale con
el rabo entre las piernas y se vuelve sin hacerlo, quizás por no haber
encontrado el genius loci.
Uno de tus lemas preferidos es «más con luz». ¿Qué es la luz y cómo se trata?
A un no arquitecto hay una cosa que le mosquea mucho, y es cuando digo que la luz es un material. Y no lo digo yo, un tal Newton
dijo que era corpuscular, así que sí, es un material. Y los arquitectos
tendríamos que utilizarla como material. Y digo tendríamos porque
muchos no lo hacen. De hecho, la luz es el material más lujoso que hay,
el material más lujoso con el que trabajamos los arquitectos; pero como
es gratis, no lo valoramos. En la Caja de Granada, la luz está
muy bien controlada, dosificada y puesta. Cuando el primer día entran
los trabajadores y a uno se le saltan las lágrimas, pues me digo que no
lo he hecho mal del todo, si alguien es capaz de emocionarse con un
espacio donde la luz es capaz de tensar el espacio, de ponerlo en valor.
Tuve
la suerte de que me enseñaran ese edificio en solitario. Lo estaba
viendo por fuera cuando se me acercó un vigilante de seguridad. Pensé
que me iba a echar, pero en lugar de eso me preguntó si quería ver el
interior.
Se sigue pudiendo visitar, pero ahora tienes que llamar y pedir permiso. Si el primer regalo que recibí de la Caja fue el que se le saltaran las lágrimas a ese trabajador, el último ha sido una visita hace un mes de Steven Holl sin yo saber nada. Luego me han mandado el vídeo. Holl no solo pasea por la rampa del museo [se refiere al Museo de la Memoria de Andalucía], sino por el espacio que tú viste, haciendo unos comentarios muy elogiosos que me derriban.
Has
construido casitas pequeñas, obras de tamaño medio como la guardería en
San Fermín y edificios de gran envergadura como la propia Caja de Granada. ¿Cuál es la diferencia entre enfrentarte a los pequeños y a los grandes?
Muy poquita. Evidentemente, tienes que saber que estás trabajando con unas dimensiones mayores, no puedes hacer la Caja de Granada con la misma mentalidad que haces la Casa Gaspar,
eso es evidente. En una obra pequeña puedes ser más radical, si encima
en la obra pequeña las economías van más ajustadas, te permite ser aún
más radical. En la Casa de Blas puedo poner un solo vidrio Stadip doble
porque no hay dinero, con lo cual estoy poniendo el mínimo
imprescindible para que se esté bien, pero no puedo permitirme más
lujos. El que no haya más desagües en el plano sobre el que se apoya la Casa de Blas
hace que ahora esté lleno de churretones. Y el hormigón con los
churretones está precioso, pero es también porque económicamente
andábamos apretados. En la Casa VT que he acabado hace poco en
Zahara hay más medios; es un cajón de travertino empotrado en el terreno
con un jardín de arena que se funde con la de la playa, con la duna,
porque está en primera línea. Evidentemente hay más medios y, aunque sea
muy radical, hay momentos más dulces. A una obra grande te enfrentas de
otra manera. Pasaría como con un cuarteto de cuerda o una sinfonía: en
la sinfonía trabajas con más material, pero también tiene que haber un
tema principal. Cualquier labor creadora tiene que ser capaz de
recordarse por la memoria, eso que se dice de permanecer en el tiempo y quedar en la memoria de los hombres. Uno se puede acordar de Ronchamp y
los arquitectos estamos viendo el espacio interior con la luz
atravesándolo mientras que alguien que no sea arquitecto a lo mejor se
queda con la imagen del exterior. Cada día estoy más interesado en cómo
la memoria es un instrumento. La memoria es como un CPU; cuando un
ordenador pierde el CPU no es nada, igual que una persona cuando tiene
alzhéimer no es nada. Estamos trabajando con la memoria, pero no para
traer las realidades directamente, sino para poder destilarlas en cada
proyecto y así extraer un tema principal. Destilamos el paisaje, el
sitio, el genus loci, la orientación, las ordenanzas, la
economía… juntas todos esos factores y los destilas. Es distinto
destilar un licor que una obra grande, donde los temas principales
tienen que estar bien acordados para dar una obra unitaria.
Tus
primeros proyectos son, evidentemente, distintos a esta obra que
realizas ahora. ¿Tus influencias iniciales son solo las de tus
profesores?
No, porque Sota, por ejemplo, nos hablaba un día de Mies van der Rohe y al día siguiente de Le Corbusier,
y con el mismo entusiasmo. Como profesor tenía a Sota y su ayudante era
Juan Navarro Baldeweg, lo que no está nada mal. Al año siguiente tengo a
Rafael Moneo, al siguiente a Cano Lasso, que tenía de ayudante a Andrés Perea; al año siguiente tengo unos de los que prefiero olvidarme y al siguiente, para rematar, a Francisco Asís Cabrero con Rafael Aburto.
O sea, repetir esa especie de panoplia es imposible. Claro que me han
influido, pero ellos no hablaban de sus obras en clase, igual que
intento hacer yo. Hay una influencia clara, pero lo que haces es
transmitir una historia de la arquitectura filtrada por ellos, y que
luego tú vuelves a filtrar.
Eso sí, influencias, todas. A mí me puede interesar Bernini aunque yo no le copie. Puedo explicar en clase la luce alla bernina que uno aprende de Bernini pero no necesariamente copia sus formas. Me puede conmover tanto la última obra de Kazuyo Sejima o de Eduardo Souto de Moura
o de Álvaro Siza, por decirte arquitectos a los que me siento más
próximo, lo mismo que me emociono ante las piedras de Stonehenge. Veo
ese círculo de piedras y pienso que ahí hay un arquitecto, un arquitecto
estableciendo el orden del espacio. Los que tenemos la enseñanza como
un regalo, consideramos que te ayuda a tener los bisturís muy afilados
para operar. Y eso me permite intentar una arquitectura más profunda
cada día. Y ser profundo no es ser aburrido, es ser riguroso. «Es que
usted no hace cosas de colores». Lo he intentando muchas veces y si
viniera a cuento, estupendo; pero no voy a hacerlo porque ahora esté de
moda. También «se lleva» el torcer, girar y arrugar y no lo hago. Pero
lo explico a los alumnos; cojo un papel, hago un cilindro, lo voy
apretando con los dedos, lo despliego, lo vuelvo a plegar y me sale la
estructura de la Torre Hearst de Norman Foster en Nueva
York. Me preguntan si me gusta. Claro que me gusta. Primero, porque
Foster es un tío estupendo, no solo como arquitecto. Y es que una de las
cosas bonitas que tiene la arquitectura es que descubres que los
arquitectos, los artistas y los creadores que te interesan al final son
personas normales, sencillas y buenas.
¿No hay arquitectos pedantes?
No
voy a nombrarlo, pero precisamente estoy pensando en uno que es muy
pedante y además es muy mal arquitecto. Pero bueno, volvamos a Foster.
Habrá más acierto o desacierto, yo la hubiera hecho de otra manera, pero
estructuralmente es clarísima. Ha torcido y ha inclinado con razones. O
Bernini, que también retorcía con razones. Pero si usted se pone como
alguno que retuerce porque sí… eso no es serio. Y eso no es que yo sea
aburrido, sino que quiero una arquitectura rigurosa y profunda. ¿Está
bien escrito el Quijote? Perfecto, y no es aburrido. Precisamente lo releo de vez en cuando y me pongo a reír solo.
Hablando
de Bernini, tengo una cruzada personal a favor de Bernini y el Barroco.
Opino que el nacimiento de la arquitectura, de pensar en términos
exclusivamente arquitectónicos, llega con el Barroco.
Yo
no diría tanto. Creo que en el Renacimiento es más pensada, culta
—entre comillas— y ligada a la geometría y la filosofía. Lo que pasa es
que el Barroco…
… mete el tiempo.
Sí,
vale, me sirve el valor del tiempo, pero de la mano de la luz y con la
forma colaborando para que la luz funcione. El Barroco me interesa
enormemente, aunque yo sea muy poco barroco, pero las operaciones que
hace Bernini no son frívolas, son precisas. Siempre pongo un ejemplo con
Bernini; no es solo que sea un maravilloso y genial arquitecto, sino
que también es un formidable escultor. En la escultura de Perséfone
atrapada por Neptuno, que está en la Galería Borghese, hay un momento en
el que Neptuno pone la manaza en el muslo de Perséfone, y ahí el mármol
blanco de Carrara, que es durísimo, parece blando. Lo pongo como
ejemplo porque son operaciones muy de cabeza, están haciendo eso que a
mí me interesa de la arquitectura. Un amigo mío, Armando Montesinos, ha montado una exposición de pintura contemporánea que se llama Idea: Pintura Fuerza,
y en su texto dice que esos artistas hacen pintura de la pintura: su
pintura es un ensayo de la pintura. No les interesa la pintura solo como
forma, igual que a mí me interesa la arquitectura como arquitectura; y
no digo que no a la forma porque la arquitectura, al final, deviene en
forma, pero esa forma está hablando de muchas más cosas. Por eso pongo
el ejemplo de la escultura de Perséfone donde hace parecer blando el
mármol. ¿A Bernini le interesaba describir el rapto? Es una excusa, el
tema central es la propia escultura. Pues lo mismo en la arquitectura.
En la Casa de Blas, a mí me interesa que haya una pieza pesante
ligada a la tierra y que sobre ella se levante un elemento ligero, una
cabaña sobre una cueva o, dicho de manera más pedante para los
arquitectos, una pieza tectónica posada sobre una pieza estereotómica. Y
me interesa que el plano horizontal esté a la altura de los ojos, de
manera que no se ve como un trapecio sino que se queda como una línea y
así el elemento ligero es lo más ligero posible. Dirán: ¿pero a usted no
le interesan las funciones? Sí, claro, las funciones las cumplo. Al
final, uno de los que tiene razón es Vitruvio, que habla de la utilitas, firmitas y venustas [la funcionalidad, la solidez constructiva y la belleza]. Para conseguir la venustas, la belleza, necesita cumplir muy bien la firmitas,
construir muy bien, pero además cumplir muy bien las funciones. Y todo
desemboca en la belleza. ¿Pero la belleza no es eso que decía Platón
que era «el resplandor de la verdad»? Sí, y para un arquitecto con más
razón: si usted está planteando una idea válida para resolver ese
proyecto y esa idea está bien construida, la estructura debe ser muy
precisa. Cada día me interesa más la estructura. Un ejemplo que pongo es
el de Halle Berry. Halle Berry está bien muy formada, pero antes
de la forma tiene una estructura perfecta, su esqueleto es perfecto. La
estructura es la que establece el orden del espacio. Una vez estableces
el orden del espacio sigues trabajando y al final logras a Halle Berry.
Volviendo
al inicio de tu carrera. Como trabajaste esos cinco años con él, en tus
primeras obras se ve, lógicamente, una cierta influencia de Cano Lasso.
La
culpa es de la generosidad de Julio Cano. Cano era un maestro y tiene
la generosidad de llamarme para colaborar con él firmando y cobrando
igual que él, cosa que no hace nadie. Hacemos una serie de obras…
lógicamente, más él que yo, yo puedo intervenir, ayudarle y colaborar.
Hay gente que dice que se nota que yo estaba detrás de la Universidad
Laboral de Almería. Pues no. Estoy detrás como en las otras, pero la
culpa de que la Universidad Laboral de Almería sea hermosísima es de
Julio Cano. Por cierto, hay una estatua preciosa de Gustavo Torner,
que era un artista muy ligado a Cano, y nos la hizo en exclusiva. En
aquel entonces había una ley estupenda —bueno, sigue existiendo pero la
gente ya no la utiliza más que para meterle mano—, que obligaba a que un
tanto por ciento del presupuesto de las obras de edificios oficiales
debía dedicarse a obras de arte. Era una manera de incorporar grandes
murales o esculturas, una manera de ayudar a los artistas.
Llega la época de la guardería de San Fermín y también de la Casa García Marcos y la Casa Turégano. Con todo, desde fuera, casi todo el mundo considera que tu obra seminal, tu breakthrough es la Casa Gaspar.
No, ahí te equivocas. La primera es la Casa Turégano.
Hace un par de meses me pidieron para un blog que hablase de «mi
primera vez», y les dije que yo consideraba mi ópera prima la Casa Turégano.
Entonces yo conducía un Seat Panda rojo y recuerdo llevar a mi padre y
su mujer a casa de mi hermano a Majadahonda, pasar por Pozuelo, parar y
decirle a mi padre: «Papá, esa casa es mi comienzo». Al cabo de un
tiempo vino Richard Meier a Madrid, me pidió ver una obra mía y allí le
llevé.
En la Turégano
hago algo que me interesaba mucho y aún no había hecho hasta ese
momento, que era el doble espacio con otro doble espacio conectados en
diagonal y atravesados por la luz diagonal. Pues eso en la Turégano es clarísimo, y está hecho con cuatro perras, con los mínimos materiales, pero claramente. La Turégano es la primera pieza fuerte que hago. Después pasa un tiempo, hago alguna cosa por ahí y la segunda es la Casa Gaspar. La Guerrero es hija de la Gaspar, lo que pasa que en esta última hay más dinero y más metros cuadrados. Los tres puntos de apoyo serían la Turégano, la Gaspar y la Casa de Blas. Con esto no quiero decir que, por ejemplo, la Casa Asencio no me parezca maravillosa, pero es una variación con mayores dimensiones y otros movimientos de luz de la Casa Turégano. En la Casa Asencio aparece un lucernario en la esquina, que en la Turégano no lo hay, ya que viene directamente de una ventana alta a oeste. Pero vamos, las tres seminales son esas tres. La Caja de Granada es distinta porque es una obra singular.
O las oficinas en Inca, en Mallorca.
Efectivamente.
Pero fíjate, curiosamente, el último proyecto, el de Zamora, si lo
analizas bien es la operación de Inca. Más sofisticado y con una fachada
más sofisticada, pero es lo mismo; es una sombra acristalada con una
caja de piedra abierta al cielo. Curiosamente, en Mallorca en realidad
era más intensa, porque por dentro, esa caja es todo travertino romano.
Por fuera es marés, por lo que se parece a las tapias de los huertos de
la zona. Claro que en la arquitectura hay —y en la mía por lo menos lo
intento— una intención de entender el sitio. No impongo una arquitectura
abstracta, cruel y dura.
Lo que hemos dicho antes: la Casa de Blas no puede estar en Cádiz.
En
el edificio de Inca los muros por fuera son de marés, que es con lo que
están hechas todas las tapias de las huertas cerradas de ahí. A veces
me dicen: «Huerto cerrado; qué bonito, alude usted a las Sagradas
Escrituras». Y sí, aludo a las Sagradas Escrituras pero es que en
Mallorca hay un montón de huertas cerradas. Y en Zamora, esa caja
abierta al cielo está hecha con la misma piedra del edificio que está
enfrente. Hago una caja con el mismo material, con lo cual el diálogo es
inmediato, y dentro me manejo con una caja de vidrio más delicada y
abstracta.
Por incidir un poco sobre la Gaspar, que el lector conocerá más…
El lector la conocerá, entre otras cosas, porque el verano pasado a Hisao Suzuki le hicieron un reportaje en El País y le sacaron la foto azul de la Casa Gaspar.
Recuerdo que llegamos desde Cádiz y me citó al día siguiente a las
cinco de la mañana. Le dije: «¿Pero qué?, a esa hora aún está oscuro»,
pero él insistió. A las cinco y media estábamos en la Casa Gaspar,
todavía oscuro. Él salió al patio, montó su trípode y su cámara y
seguía oscuro. Los dos quietos, yo callado por respeto y, de repente,
viene esa luz de la mañana maravillosa, empieza a clarear y, con ese
azul del clareo, él empieza «clic-clic-clic-clic». Las fotos son
magistrales.
Mira,
no porque haya aquí una fotógrafa, pero creo que la fotografía es un
tema al que no se da la suficiente importancia. Mies van der Rohe y Le
Corbusier tenían sus fotógrafos. La transmisión de la arquitectura se da
a través de las imágenes, por eso la fotografía de arquitectura es muy
importante, sobre todo cuando la obra merece la pena. Hay arquitectos de
medio pelo que, con grandes fotógrafos, son capaces de hacer que lo que
no está bien parezca que tiene algo bueno. Y hay arquitectos buenos que
no lo cuidan. Pondría como ejemplo a Oiza, que es un maestro indudable,
pero no cuidaba las fotos lo que tendría que cuidarlas. Antes se decía
que «el buen paño en el arca se vende»; yo defiendo que el buen paño en
el arca se apolilla, y cuanto mejor sea la lana más se apolilla. Si ha
hecho una cosa buena tendrá que transmitirla, y el mejor medio de
transmisión es la fotografía. Yo, por ejemplo, tengo un fotógrafo
maravilloso que es Javier Callejas. Hace unas fotografías muy
buenas, pero con todo, yo las dejo reposar para decidir cuáles son las
que mejor traducen lo que quiero decir, que a veces no son las más
obvias o las más inmediatas.
Hablas mucho de la economía de medios, y no solo de medios formales, sino del bolsillo. Por ejemplo, la Casa Gaspar
es una casa de construcción extraordinariamente barata. Quizá es
corporativismo, pero tengo la sensación de que al arquitecto habría que
pagarle para que la casa te costase la mitad.
No estaría mal que el porcentaje fuese más alto cuanto más barata costara la casa.
¿Cuánto costó la Casa Gaspar?
Pues no recuerdo si tres o seis millones de pesetas (18.000-36.000 €). No costó nada. Y es que la Casa Gaspar
son unos muros de carga, vidrios cuadrados enteros sin carpintería, la
puerta del centro es opaca metálica pintada de blanco… son cuatro
vidrios de 2×2 y punto.
Fíjate,
hice un año sabático en Nueva York para perfeccionar mi inglés, y una
profesora me recomendó un libro de lengua escrito por dos lingüistas: William Strunk y E. B. White.
La conclusión final del libro es «Omit needless words» («Omita las
palabras innecesarias»). Es decir, si puedes decir una cosa con dos
palabras no emplees veinte. Y eso no es minimalismo, es sobriedad y
precisión. Y eso es lo que yo quiero hacer con mi arquitectura. Me pone
de los nervios cuando me piden cosas para un libro de minimalistas. No
quiero, yo no soy minimalista.
Recuerdo
que el segundo día de clase nos hablaste de la Ópera de Sídney. A todos
nos pilló a contrapié porque dábamos por hecho que solo te gustaban las
cajas blancas y cuadradas.
Jørn Utzon era un tipo maravilloso. Tengo una foto con él con una historia muy bonita y muy divertida. Alberto Morell,
muy jovencito, recién terminada la carrera, me dijo que ese verano
quería irse a trabajar con alguien. El Colegio de Arquitectos de Málaga
me había hecho un folleto muy grande, yo lo cogí y, con pluma
estilográfica, le puse una dedicatoria a Utzon pidiéndole que cogiera a
Morell, pero no lo hizo. Al año siguiente me escribe un arquitecto joven
de allá, que me dice que trabaja con Utzon y le ha pedido ese verano ir
a trabajar con alguien interesante, y el señor Utzon le había dado mi
folleto. Le dije que viniera, claro. En aquel entonces, Alberto
trabajaba en mi estudio y planeábamos ir ese verano a Mallorca a ver a
Utzon. Él era muy buena persona y agradable, pero estaba muy agobiado
por las visitas, así que lo que hizo el chico este danés, como buen
nórdico, fue escribirle una carta diciéndole que el 24 de junio íbamos a
visitar las obras de Can Feliz,
y que si quería recibirnos íbamos a estar allí a las 12. Y cuando
llegamos allí, aparece Utzon. Nos enseñó las obras —yo estaba flotando— y
nos invitó a ir con él a Can Lis a tomar un zumo de frutas.
Nos sentamos con él, le digo si nos podemos hacer una foto, acepta, yo
enfoco y pongo la cámara en el suelo y enciendo el disparador
automático. Pues cuando estaba a punto de disparar, Utzon se ríe y mueve
la cabeza. Cuando revelamos las fotos, a Utzon se le reconoce por sus
patazas, porque su cara está detrás de una maceta con un hibisco que
teníamos al lado. Así que la foto es muy bonita y simpática, pero a
Utzon lo reconozco yo, nadie más.
Can Lis es una obra que pone los pelos de punta.
Es maravillosa. Seminal.
Hemos visto que la Casa Gaspar o la Casa de Blas, entre otras cosas, son muy baratas.
La Turégano también. Las tres, las tres son las más económicas.
¿Qué pasa cuando te enfrentas a proyectos más grandes, como la Caja de Granada?
Una gran empresa o una corporación tiene las mismas necesidades
arquitectónicas, pero también tiene unas necesidades publicitarias.
¿Cómo es la relación con ese cliente que necesita algo más que lo
estrictamente arquitectónico?
En
ese sentido, fíjate que las obras grandes que he hecho han sido todas
por concurso. Inca, que fue la primera grande que hice, Granada y Zamora
son resultado de un concurso. Además, en el caso de Inca hay una
historia muy simpática: el concurso era con candidaturas anónimas, y el
jurado, presidido por Oiza, estuvo debatiendo y al final solo quedaron
dos proyectos frente a frente. Uno, que nunca supe de quién era,
blanquito, con patios, tapias, líneas rectas… en fin, Mallorca. Y el
otro era el triángulo que yo hice. Pues todos dijeron: «Elegimos el de
Campo Baeza, que es el blanco». Pero Oiza insiste e insiste en que no,
que el otro era mucho mejor, que el del triángulo había entendido todo
mucho mejor, con el marés y la trama de pilares y naranjos. Al final le
hicieron caso a Oiza y, cuando abrieron las plicas y vieron que el mío
es el que habían elegido y no el que pensaban, Oiza dijo: «¡Maldito, me
ha vuelto a engañar!». Cuando acabamos el edificio le invitamos a que
viniera y estuvo muy cariñoso, como siempre. Era un tipo maravilloso, un
fuera de serie como arquitecto y como persona.
Entonces, todas tus obras grandes han sido por concurso.
Y la relación con los clientes siempre ha sido buena.
Pero también les gustará que sean económicas.
La Caja de Granada salió muy económica. Si pongo en relación los metros cuadrados respecto al precio, salió baratísima. Pero con la Caja de Granada
la historia es larga. Un presidente convoca el concurso, yo lo gano y
ese presidente cae, porque dependía de los políticos. Lo gano con el PP,
llega el PSOE y dice que no hay que hacer el edificio porque las cajas
van a fusionarse. Al cabo de seis años nombran presidente a Julio Rodríguez —también
del PSOE—, que ahora es consejero del Banco de España, decide que
conviene hacer el edificio porque si se hace tendrán más poder, incluso
en caso de que no se fusionaran. Y se hace el edificio, además con un
sistema muy bien hecho: con un project manager de por medio, por
lo que en lugar de encargarse por entero a una empresa constructora, se
subcontrata por partes. Toda la construcción de la Caja de Granada fue una aventura de las más bonitas. Tuve de mano derecha a Felipe Samarán,
que lo hizo maravillosamente bien. Y fueron otros seis años, entre el
proyecto y la obra fueron doce años; un proyecto de larguísima duración.
Volviendo a tu pregunta, siempre he tenido buena relación con el
cliente, pero uno ya tiene cintura. Lo que nunca he hecho es ceder a
decisiones que no estuviesen en la base de mi arquitectura. Por ejemplo,
la clienta de la Casa VT es arquitecta y, mientras yo quería travertino romano, ella quería pietra serena italiana, que es verdosa. Al final, hábilmente les demuestras que tu decisión es la más adecuada para su obra. Les convences.
Tu arquitectura sigue teniendo esa precisión, fuerza…
Intensidad. El último artículo que aparece en Principia Architectonica se titula «Intensity», y es un diálogo que tengo con Kenneth Frampton,
con el que pasé todo un día en Nueva York, y durante el cual él no
hacía más que insistir en la palabra «intensidad» cuando se refería a mi
arquitectura.
Y es intensa tanto la Casa de Blas como la Caja de Granada como el Museo de la Memoria de Andalucía.
Yo creo que esto tiene que ver con un concepto que empleas
sistemáticamente y que trasladas a toda tu arquitectura: la idea, la
idea construida. ¿Qué es la idea construida?
Lo
resumo en una frase: «las ideas permanecen, las formas desaparecen con
el tiempo», y sirve para la arquitectura y para cualquier labor
creadora. Últimamente con los alumnos estoy haciendo una distinción muy
clara entre lo que es una idea y lo que es una ocurrencia. Ahora mismo
se está haciendo mucha arquitectura sobre algo que solo son ocurrencias.
A alguien se le ocurre un edificio en forma de pera, y entonces la
gente, ignorante, se arrodilla delante extasiada: «Oh, ha hecho un
edificio en forma de pera». Pues no.
Una
idea construida es una idea capaz de ser construida. Una idea es como
un diagnóstico. Un médico se pone delante de un enfermo y no le dice que
le va a cortar la oreja [risas], sino que lo analiza
todo, realiza pruebas y luego emite un diagnóstico. Un arquitecto
analiza la orientación, la economía, los materiales… todo. Y al final lo
destila y aparece algo distinto capaz de ser construido. Eso es una
idea. La idea de Bernini cuando aprieta el muslo es la idea de blandura,
está patente. Es real y a la vez está clara como idea. En cualquier
obra que merezca la pena, si uno la analiza está clara la idea. Cuando
Mies van der Rohe hace la Casa Farnswoth no piensa en hacer una
casa transparente porque las casas transparentes son bonitas, sino que
formaliza una idea: establecer el plano horizontal del suelo a la altura
de los ojos. La gente que no sabe dirá que la ha hecho en alto porque
hay inundaciones. Sí, también por eso, pero en esencia, en idea, ha
puesto el plano a la altura de los ojos para que se convierta en línea y
la casa parezca todavía más ligera. Porque flota en el aire. Y subraya
el paisaje, parece que el paisaje se viene. Desde dentro, si se pone una
superficie transparente o vidriada frente a un paisaje de horizonte
lejano, parece que uno está flotando y que el paisaje se viene cuando
uno se mueve. Pero si esa misma pared, en vez de hacerla transparente y
subrayada con ese plano, se hace ciega y se abre una ventana cuadrada,
el paisaje está encuadrado y parece que se aleja, lo objetiva. En una
opción se subjetiva el paisaje, metiéndose usted dentro de él; y en la
otra el paisaje se aleja y usted lo tiene enmarcado y valorado. Son dos
mecanismos distintos de la arquitectura.
Durante
la entrevista ya has nombrado a bastantes maestros españoles; también
has nombrado a Mies, a Le Corbusier, a Utzon… ¿Crees que en España
tenemos algún Mies o algún Alvar Aalto? ¿A algún arquitecto comparable?
No lo creo, ni falta que hace. Es como preguntar si tenemos un Bernini. Pues no, pero tenemos un Velázquez.
Y yo diría que no hay ningún pintor más grande que Velázquez. Es tan
intenso que tiene el magisterio por encima de los magisterios. Pero no
hace falta. Yo he tenido a cinco maestros maravilloso, que son Oiza,
Sota, Fisac, Carvajal y Cano Lasso. Y eso es una suerte enorme, aunque
quizás todavía no son suficientemente valorados. Una sobrina mía
arquitecta está haciendo la tesis doctoral sobre Sigurd Lewerentz.
Era un arquitecto extraordinario, y no era Le Corbusier ni Mies van der
Rohe, pero no lo digo como defecto, sino porque no lo necesitaba, era
otro tipo de arquitecto. A mí me puede parecer que Fra Angelico era un pintor maravilloso y no necesita ser Velázquez. O el Greco,
que no es Velázquez, es otra cosa. Hay una sensación… parece que un
arquitecto español no puede ser de primerísimo nivel. Pues sí, Oiza lo
es. Y Fisac. Que venga Renzo Piano, que me parece magnífico, y
copie o se inspire en los huesos de Fisac y todo el mundo lo aplauda
mientras nadie habla de Fisac. Pues Fisac hizo eso con absoluto
conocimiento de causa y con toda profundidad. O un Sota; si se llamase Asplund entonces sí es genial, pero como se llama Sota, parece que ya no lo es tanto.
Ahora
mismo la arquitectura española está muy valorada por la gente más
joven, creo que incluso desmedidamente, empezando por mí. Fuera de
España tiene un reconocimiento que quizá es inmerecido. Sin embargo, en
España hay una cierto cainismo. Yo llevo dirigidas dieciocho tesis
doctorales, pero los que me quieren menos dicen que no es
suficientemente académico, que el que más tiene, tiene siete. Me dicen:
«Pero es que sus tesis doctorales no son todo lo intensas que deberían
ser». He dirigido la de Jesús Aparicio, que ya es catedrático, o la de Juan Carlos Sancho,
que también lo es. Para mí es un honor, y es mérito de ellos, no mío,
que mis dos ayudantes sean catedráticos. No he hecho nada raro ni
operaciones de zascandileo. Son esas cosas tan típicas de este país que
llevan a situaciones esperpénticas como la que paso con Velázquez, a
quien el rey quería nombrar caballero de la Orden de Santiago. Pues a
Velázquez, el pintor más maravilloso de la historia de la pintura, le
denuncian los propios españoles. Alonso Cano, que para más inri era cura y había trabajado con él en el estudio de Francisco Pacheco, con cuya hija se casa Velázquez, y Juan Carreño de Miranda
denuncian por impureza de sangre a Velázquez para que no sea caballero
de Santiago, porque la madre de Velázquez era portuguesa y tenía sangre
judía. El rey da un puñetazo en la mesa, dice que sí, pero a los seis
meses muere Velázquez. No le dio tiempo ni a disfrutarlo. Juan Bautista del Mazo,
que era su discípulo, le tiene que pintar la Cruz de Santiago. Eso
traduce España. Y eso se le hizo a Velázquez, que sufría pero siguió
pintando como los ángeles.
Ahora a mis alumnos de arquitectura les mando que estudien dos obras de Velázquez: que vean la rodilla del aposentador de Las meninas,
que está descorriendo la ventana y que vean que allí Velázquez ha
puesto un brochazo blanco, no un puntito blanco, sino un brochazo: la
luz en el centro de su composición. Y también que vean La rendición de Breda,
las veintinueve lanzas, donde Velázquez pinta veinticuatro de ellas
paralelas y cinco un poco torcidas. Yo había estado en el Louvre viendo La batalla de San Romano, de Paolo Uccello
y pensé que Velázquez tenía que haber visto ese cuadro, porque también
hay este juego de las lanzas. El italiano lo hace para reproducir el
fragor de la batalla mientras Velázquez quiere transmitir serenidad.
España
es muy puñetera y los españoles son muy puñeteros. Santiago Ramón y
Cajal era discípulo de don Pío del Río Hortega, que como estaba ya muy
mayor, fue el propio Ramón y Cajal quien continuó su investigación. Pues
a Santiago le dan el Premio Nobel, y a los dos o tres años, la comisión
del Nobel quiere dárselo a Pío del Río Hortega. ¿Quién se opone? ¿Quién
lo impide? Ramón y Cajal. Hombre, eso no se hace. Eso traduce muy bien
el espíritu de lo que es España. Cuando voy fuera procuro ayudar a los
españoles, porque procuro hablar bien de los arquitectos españoles. El
otro día estaba con el rector y le dije que no sabía lo que tenía aquí
porque doce profesores de la escuela de arquitectura están en
universidades americanas. Desde Iñaki Ábalos en Harvard hasta Juan Herreros como catedrático en Columbia, Alejandro Zaera de decano en Princeton, Silvia Perea,
que es un encanto, es doctora y está de ayudante en Columbia… ¡doce!
Estos no son tontos ni están allí por enchufe, se lo han ganado a pulso.
No es ser chovinista con lo español, pero aquí enseguida salen las
envidias. Es una pena.
En España hemos tenido arquitectos únicos. Como Fisac no ha habido nadie en el mundo.
La
arquitectura que hace Fisac es de primerísimo orden. Y la de Oiza o
Sota también. Pero quizá la de Fisac es la más inventiva de los tres.
O la de José Antonio Coderch.Coderch era fantástico, y la Casa Ugalde es una obra maestra. Fíjate que la hace en 1951, y con una libertad y una frescura…
Aparte
de la labor de arquitectura y la docencia has publicado varios libros,
colecciones de artículos y textos. ¿Cómo te enfrentas a la escritura?
Me
enfrento como si fuera un proyecto. Sé lo que quiero decir pero no me
siento a escribir sin más. Los temas más profundos y académicos no son
temas que me surgen de la nada, sino que me están por ahí rondando desde
hace tiempo. Por ejemplo, el tema del plano horizontal plano como
mecanismo de la arquitectura o el de la suspensión del tiempo. Buscas un
tema que te ronda desde antes, como el de las lanzas en Uccello y
Velázquez. Aunque también hay temas menos académicos que me interesan.
Cuando
digo que me enfrento a un texto del mismo modo a como lo hago con un
proyecto de arquitectura es porque, entre otras cosas, siempre hago un
guion, que escribo a mano y luego paso a Word. Y lo repaso e intento
encontrar las mejores palabras y las expresiones más bonitas.
Últimamente estoy obsesionado con el tema de la belleza. Ahora tengo un
texto que va a salir sobre la belleza. Declaro que al Greco lo que le
interesa es pintar la belleza. El Greco persigue la belleza.
Coincido contigo en que Velázquez es el mejor pintor de la historia, pero por alguna razón, el Greco es mi pintor preferido.
A mí nunca me ha gustado, pero tengo que reconocer que El expolio es
un cuadro formidable, que no vuelve a repetir nunca más. Es el momento
en el que, tras pasar por Venecia, usa colores venecianos, sobre todo el
rojo. Es algo incluso miguelangelesco. Con esa influencia italiana,
hace un cuadro que no vuelve a repetir nunca más. La mirada de Cristo en
El expolio es algo que no vuelve a hacer. Hace muchos rojos, pero el que pinta El expolio…
Terminamos con la docencia. Para ti es una manera de transmisión de la arquitectura, pero ¿por qué decide uno ser profesor?
Yo
creo que siempre he querido. Fui arquitecto por mi madre. Ella hizo
Magisterio, y algo de esa intención docente me transmitió. Ella tenía
mucho sentido pedagógico y creo que eso se hereda. Y mi padre también
había dado clases de anatomía. Recuerdo que nos dio dos lecciones
preciosas. Él tenía una calavera limpia encima de su mesa, que usaba
para enseñarnos anatomía, pero también porque sabía que nosotros íbamos a
jugar con ella. De niños hicimos de todo con esa calavera. Pero a veces
cogía la calavera y nos explicaba cada hueso, los temporales, el
occipital… Y la otra lección; en aquella época a los médicos les
regalaban gallinas, pavos y otros animales, y un día le regalaron un
cabrito. Pues nos llamó a la cocina, lo colgó del techo y nos dio una
lección de anatomía en vivo y en directo: abrió el animal en canal, nos
hizo un Rembrandt allí mismo.
Con
todo, como ya he dicho, cuando acabé la carrera, Sota —que era muy
sabio— me dijo que estuviese cinco años sin volver a la escuela. Yo creo
que es algo muy sano esperar un cierto tiempo.
Por si acaso se te pasan las ganas de dar clase.
Para no convertirte en una rata de escuela.
Y aparte de la Escuela de Madrid has dado clase por todo el mundo, Nueva York, Zurich…
En eso creo que he tenido demasiada suerte. He estado en Zurich, en Lausana, en Penn State.
¿Son iguales los alumnos de Madrid que los de Zurich, Penn, Lausana? ¿Te enfrentas igual a ellos?
Intento
transmitir lo mismo, pero claro, los alumnos no son iguales porque,
como sus ciudades son distintas, sus culturas también lo son. Me sigo
escribiendo con los alumnos de Kansas o Filadelfia. Quizá pueden ser
mejores los alumnos de Madrid, de lo cual la Escuela no es consciente,
porque se les exige mucho. Para entrar en la Escuela de Madrid necesitas
la media más alta de toda la universidad. Así, el nivel que consigo con
mis alumnos de Madrid es más alto que el que puedo conseguir con otros
alumnos. El año pasado estuve en Washington, en la Catholic University
of America, que está francamente bien y disfruté como un enano. Los
alumnos eran estupendos y la relación era muy buena, pero por mucho que
quieras no tenían esa intensidad que tienen los alumnos de Madrid.
¿Cómo
afrontas la docencia en un momento como el de ahora, en el que parece
que la ilusión por la arquitectura ha bajado? ¿Qué le dices a un alumno
que pueda estar medio desilusionado? ¿Hay alternativas en la
arquitectura ajenas a la construcción?
Pues
te diré lo que le dije a una alumna hace un par de meses. Vino llorando
diciendo que quería dejar la escuela. Le dije que se calmara y se
tomara un par de días, y entonces hablaríamos. Cuando lo hicimos me dijo
que prefería dedicarse al diseño de ropa y le hice ver que la formación
de la Escuela de Arquitectura, y volveríamos al principio de nuestra
conversación, es tan completa que te sirve incluso para hacerte cocinera
en un restaurante —de hecho en la calle Pez de Madrid está el
restaurante Gumbo regentado por un alumno mío, que tiene formación de
arquitecto—. Muchos diseñadores de ropa italianos son arquitectos. La
formación de arquitectura da muchas salidas.
¿Cómo convences a un alumno de instituto al que le gusta la arquitectura en un momento en el que la construcción está muy mal?
Primero
le diría que esto es transitorio, que yo tardé cinco años en hacer mi
primera casa, y no era nada raro, era lo normal. Pero también le diría
que de alguna manera exigiese o pelease por el reparto de trabajo.
¿Qué quieres decir?
Esto
puede sonar a comunista, pero más de una vez he dicho que se debería
socializar el suelo. Porque el origen de toda esta burbuja es la
especulación con un bien común. La buena tierra, que es esa maravillosa novela de Pearl S. Buck,
habla de esto, de que la tierra es de todos. Usted no puede coger un
trozo de tierra y, por la declaración de algún merluzo, que suele ser el
arquitecto de algún ayuntamiento, eso que no valía nada ahora valga
millones.
El
reparto de trabajo tiene que ver con lo que hablábamos antes. Hemos
quedado en que un médico no puede ver a mil enfermos al día; pues las
leyes españolas y europeas permiten que un arquitecto «vea a mil
enfermos al día», y eso no puede ser. Es un tema delicado pero muy
claro. Y los colegios de arquitectos no están solo para hacer actos
culturales, están para defender a los arquitectos. Fíjate, hay una cosa
que se llama «Marca España» donde figuran cien personajes e
instituciones importantes del país; está Rafa Nadal, el Instituto Cervantes… ¿sabes cuántos arquitectos hay?
No.
Solo uno: Santiago Calatrava. No está ni Rafael Moneo, que ha sido Premio Pritzker.
¿Está Calatrava y no está Moneo?
Eso traduce el concepto que tiene la sociedad española de los arquitectos.
JOT DOWN CULTURAL MAGAZINE 21/03/2014 www.jotdown.es
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