Quizás
estas palabras, sustraídas de la memoria de un buen hombre, nos definan
perfectamente su carisma y su derroche de humanidad: “Pepe, yo me voy contigo”,
y es que él se quería ir. Quería seguir sembrando de momentos su vida,
plantando sonrisas por doquier, intentando levantar un muro para evitar ser
visto por la enfermedad, que al final lo cogió desprevenido.
Ahora
ya goza junto a Jesús Resucitado y entre los brazos de su madre, María,
observando, con esa media sonrisa que le caracterizaba, qué buena obra ha
dejado construida. Su gran familia. Su abnegada mujer, luchando codo con codo
por cada sueño que dibujó en su mente, este perito de minas que levantó
embalses, con un poder de dedicación al trabajo infatigable, que recorrió la
geografía española para recalar en un rinconcito de Jaén, su Linares que tanto
amaba, y que tantas alegrías le brindó. Aquí vino a jugarse su última carta, y
desplegó un notable elenco de habilidades, pero sobre todo supo granjearse el
afecto de la familia, a la cual contagiaba con su entusiasmo embriagador. Y
fueron llegando los hijos. Aquellos que aportaron la estabilidad necesaria para
hacer del futuro algo importante por lo que luchar. Cada día merecía la pena
estar a su lado, pues desde el primer rayo de sol hasta el último sorbo de
noche, supo sacarle partido a su labor constante y eficiente, callada y
abnegada por un sueño.
Hoy
cuando mire desde arriba, contemplará un elenco de hijos y nietos, y desde lo
más profundo de su corazón, brotarán lágrimas que empapen el campo que tanto
trabajó, sabiendo que todo esfuerzo tiene su recompensa, y que por cada gota de
sudor derramado, un bello rosal brotó, y que por cada paso robado al aire, un
futuro se cuajaba, y que por cada traspiés que dio, una nueva idea germinaba, y
que cada momento cuando se sentaba y echaba la vista atrás, más fuerzas le
otorgaba para seguir peleando. Pero después de tantas temporadas repletas de
faenas en la arena, sus vástagos se apoderaron de la muleta, hasta que lograron
retirarlo del ruedo de la vida, a un primer espada, a un número uno del
trabajo, a un señor de la vida, que siempre se preocupó más de guardar que de
gastar, que regalaba consejos sin pestañear, ofreciendo su sabiduría de la
vida, sin atisbo de cobrar por ello, con el ánimo de hacerte mejor persona.
Gracias, tío Antonio por tantas cosas que nos dejas aún en la maleta, por tu
persona, por tu figura, por el alma noble que ahora permanecerá para siempre en
nuestra memoria y en nuestro corazón.
Siempre te recordaremos y te querremos.
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