UNA MADRE o la ABNEGACIÓN DEL AMOR
Quizás
no haya un vínculo mayor que el que teje una madre con su hijo o con su hija
durante 9 meses en el seno materno. Ese poderoso sedal de pasta de amor y
esperanza lo une a la vida con la convicción de que su vida cambiará para
siempre. Con la pretensión de ver crecer ese diminuto latido hasta convertirse
en el aceite que engrase el motor de una vida, en el leif motiv que alienta
desde los primeros instantes.
Ese
momento – doloroso y a veces traumático – que es dar a luz un hijo no puede ser
experimentado en un laboratorio, para saber si realmente la naturaleza prodiga
una excelsa unión filio-maternal tan rocosa como bella, entre una madre y un
hijo, entre una hija y su anciana madre. Por ello, sin tener todas las cartas
en la mano, intentaré sofocar esos aspavientos curiosos con la prosa más
sincera, con la conciencia libre para manifestar lo que pienso.
Si
un hijo tiene un deber para con su padre, es inconmensurable la deuda que
contrae con una madre, justo en el momento de ser concebido. Pues todo el
universo se contrae a un ser inexistente, a un proyecto de vida, a una amalgama
de sentimientos y deseos, que se van materializando en un ser que con el paso
del tiempo, va tomando forma y va exigiendo responsabilidades desde el útero
materno. Si no fuera por los cuidados, por los desvelos, por las noches en
vela, por todos los sacrificios que la madre debe de afrontar en los primeros
años, los atletas – que luego ganan en el Olimpo las medallas – solo serían
ganaderos corriendo delante de las vacas; Si no fuera por todos los sudores
desparramados en el tránsito de la vida fetal a la vida real, muchos se
hubieran ahogado con los cordones de sus zapatillas.
Por
ello, una madre firma ante notario su compromiso at aeternam. Firma con su
propia sangre derramada, que cualquier viento, luz, gota de lluvia o rayo de
sol se estrellará contra el mejor de los escudos; firma con su puño y letra que
no habrá sueño sin sueño del infante, que no habrá descanso sin reposo del
guerrero, que no habrá paz sin la felicidad del ser engendrado. Porque –
incluso para Aquiles – una madre siempre fue el último refugio, la última
esperanza, la más fiel aliada, siempre fue el apoyo incondicional ante todo y
ante todos.
Quizás
no valoremos lo suficiente a nuestras madres. Quizás no les otorguemos todos
los premios que se merecen. Quizás no les devolvamos todo aquello que nos han
dado generosamente. Pero sí debemos de una vez por todas, confiarles un secreto
postrero; nuestro AMOR incondicional,
ese que se esconde tras la vergüenza, ese que no es capaz de abrir los labios y
gritarlo a los cuatro vientos, ese AMOR que nos atenaza cuando vemos que
sufren, cuando les golpea la luz, cuando les moja la lluvia, cuando el viento
se lleva su cabellera ondulada, porque ahora en este preciso instante, andan
necesitadas de escuderos, de escudos que las protejan de cualquier
contrariedad, de todo dolor gratuito, de todo síntoma de cansancio tras la
larga vida.
Una vida abnegada por sus hijos, por seguir manchando
de un pegajoso AMOR a unos hijos – a veces ingratos – que han modelado su
existencia, que han dado sentido a su paso por este mundo, unos hijos que sin
más dilación deben decirles: GRACIAS.
Gracias por recibir tanto sin pedir
nada a cambio. Gracias por confiar tu suerte a la suerte del infante. Gracias
por modelarme – cual escultora en su gabinete – y hacerme como soy. Gracias por
tus desvelos, por tus lloros a escondidas suplicando que “ya no puedes más”,
por tus manías que hoy resulta que son mis manías, y que me abrieron los ojos a
la vida. Gracias por ser como eres. Gracias por quererme. Gracias ISABEL, reina
de mi vida y gestora de este infante,
por seguir manchándome con tu amor. ¡¡¡Y que dure muchísimos años!!!
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