Los
primeros rayos de sol atravesaron la estancia desparramándose traviesos en su
reposada cabeza. Quería llorar pero sus ojos no podían. Quiso gritar pero su
garganta no se lo permitía. ¿Cómo se comunicaría con los demás? ¿Cómo defenderse
de lo que escuchaba? Absorta en los pensamientos, que afloraban como setas en
pleno mes de noviembre en aquel jardín de veinte metros cuadrados, su memoria
cabalgaba a la velocidad del aire para regresar al momento presente, cuando su
corazón bombeaba más fuerte para evitar que fuera acusada injustamente. Nunca
tuvo ningún pleito con la justicia. Nunca hizo mal a nadie. Tan solo estaba en
el momento equivocado en el lugar equivocado. ¿Cómo pudo entrometerse? Confiada
en su viejo instinto de policía casi retirada, supo en el acto que aquella
noche de sábado era distinta a las demás.
Una hora antes había terminado de cenar en un restaurante sencillo de la
calle 52 con la 8ª avenida, cerca de Columbus Circle, con unos amigos del gimnasio.
Una cena improvisada y sencilla sin estridencias con amigos de verdad. Y tras
los postres y el brindis de rigor con champán importado, se había despedido
argumentando que regresaría a casa para descansar. Paseando como de costumbre
hasta su pequeño apartamento a un par de escuadras, una música rítmica y
pegadiza salió a su encuentro de un club cercano. Conocía el jazz pero no era
experta para distinguir si quién tocaba pudiera ser John Coltrane o Miles
Davis. Atraída por el saxo y curiosa por el piano, Alice fue secuestrada al
momento por aquella melodía tan neoyorkina. Birdland, que así se llamaba el
club en honor a Charlie Parker, indicaba el cartel de grandes dimensiones
encima de la puerta, con 7 peldaños de escaleras que daban el acceso al sótano
y al territorio jazzístico por excelencia. Tras una mágica jazz session y
rodeada por el aura de la música de Charlie y de Miles, ascendió los mismos
peldaños sin dificultad y casi flotando. Justo en el momento en que giraba la
esquina más cercana en la calle 44, un hombre atacaba con fiereza a una mujer
que intentaba defenderse bajo un abanico de golpes y de agravios e insultos.
Décimas de segundo después, Alice ya estaba separando a la mujer de aquella
bestia infame que exhalaba odio e ira
cuando un golpe contra el bordillo dejó a la policía inconsciente. Zafándose la
mujer maltratada, el agresor salió corriendo con una brecha que goteaba sangre
de una herida que había evitado la tragedia. La mujer ultrajada sacó su
teléfono y avisó a emergencias. Unos minutos después una camilla recorría la
séptima avenida aterrizando unas manzanas más tarde en el Hospital General del
Midtown, siendo recogida por la doctora Brooks del Servicio de Urgencias. Tras
realizarle un TAC a la veterana policía, la mujer agredida denunciaba los
hechos mientras que la vida de Alice, sobre una camilla grave, se alejaba de
este mundo.
Tenía
que haber cenado con ella aquel día. Tenía que haber evitado la tragedia. Cenábamos
juntos en Cipriani cada sábado y solíamos dar un paseo desde Lexington Avenue
hasta Bryant Park por la calle 42, donde nos sentábamos cerca de la biblioteca
pública de Nueva York, pero aquel sábado todo fue distinto. Un pequeño incendio
en el apartamento que compartía con mi novia me retrasó de forma irremisible.
Tuve que llamarla para posponer nuestro encuentro. Tuve que llamarla para que
supiera cuanto la quería. Un mar en llamas era mi corazón cuando recibí la
llamada de la policía. En un mar en llamas estaban las cuatro paredes que
sostenían y protegían mis sueños de arquitecto. Hubiera preferido que ardieran
mis sueños y mis maquetas que haber faltado a la cita con mi madre. Hubiera
preferido morir a dos manzanas del Birdland protegiendo a mi madre. Hubiera
peleado hasta la extenuación si con ello la volvía a abrazar.
¿Cómo
podía ayudarla ahora? Sentado junto a la cama y apretando su mano con mis manos
aún con restos de ceniza, una lágrima se deslizaba por mi mejilla sin dejar de
pensar en los momentos compartidos con ella, desde que mi padre nos abandonó
siendo un niño de 6 años. Cómo luchó por sacarme adelante, cómo peleó contra
los mejores por ser la teniente de policía más condecorada. Su mirada orgullosa
detrás de sus gafas de montura al aire cuando citaron mi nombre segundos antes
de graduarme. Cómo cocinaba en el pequeño pisito de Brooklyn por la mañana,
mientras hacía turnos de noche en la policía. Cómo me abrazaba tras mi primer
proyecto en una pequeña escuela de Queens el día de la inauguración.
Mientras
que salía del coma lentamente, supe que no querré a nadie como a ella. Mientras
que salíamos del hospital, dos semanas más tarde, supe que era mi ejemplo y mi
guía. Mientras que el taxi atravesaba Manhattan, aprendí mordiéndome la rabia, que
lo que mejor se puede heredar en la vida es la educación de una madre. De una
madre coraje. Por muchas lunas que pasen no podré agradecerle todo lo que hizo por mí. Por muchos soles que nazcan, mi deuda será eterna.
(Este relato está dedicado a todas las madres del mundo que tuvieron que sacar lo mejor de sí mismas para poder salir adelante y poder criar a sus vástagos, sobre todo sin la figura paterna, por distintos motivos. Mi reconocimiento y admiración).
(Este relato ha sido publicado en el diario digital www.linares28.es )
(Este relato está dedicado a todas las madres del mundo que tuvieron que sacar lo mejor de sí mismas para poder salir adelante y poder criar a sus vástagos, sobre todo sin la figura paterna, por distintos motivos. Mi reconocimiento y admiración).
(Este relato ha sido publicado en el diario digital www.linares28.es )
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