viernes, 8 de noviembre de 2024

EL TINTE - Curso Escritura Creativa Entrelibros

 

EL TINTE

Kayla sabía que corría un enorme riesgo. Cogió la primera botella de plástico que pilló cerca de su cobancha y vació el resto de líquido. Con una navaja suiza que guardaba en su bolsillo derecho del maltrecho abrigo, le cortó el cuello. Y unas gotas rojas aparecieron en su pulgar izquierdo. No le dio importancia y lo chupó enfurecida. En el interior de lo que quedaba de botella echó el líquido rojo. Lo movió con una rama astillada del árbol que la cobijaba día y noche, entre el cielo y los cartones que le servían de somier. Según indicaba, sería permanente. Perdería de forma irremisible su lucida cabellera castaña. Asomada a unos restos acristalados movía con rapidez la navaja mientras caían los mechones en un suelo encapotado de lluvia perenne. A tientas y sin más argucias que su viejo instinto, logró llevar el líquido de la botella hasta su pelo raído como su abrigo. Y allí se quedaría por siempre.

Pero a pesar de aquel cambio, Kayla sabía que corría peligro. Se tumbaba a diario sobre un puñado de cartones y con la única compañía de un lápiz de grafito con un bloc de dibujo. Se le daba bien el dibujo a mano alzada. Apostada sobre la acera y apoyada en el ancho tronco de madera del árbol que tenía como único techo, se pasaba el día holgazaneando. Las uñas eran negras como el hollín y andaban pidiéndole cita a la navaja. Los restos de comida de las papeleras constituían su dieta semanal. No podía ser diaria. No había tantos restos. Y entre gotas de lluvia y protegida a medias, lograba dibujar a duras penas…sacaba punta con su navaja al grafito y lo llevaba al papel con impotencia. Con dificultad agarrotada. Era un conjunto de huesos cubiertos con harapos que había localizado a las afueras de una tienda de barrio antes de apostarse en su árbol preferido. Pasaban los días y las semanas y a veces solo se veía un bulto rojo sobre un taco de cartones. No podía moverse de allí. Sabía que antes o después su vida cambiaría. Pero necesitaba tiempo. Necesitaba salir de donde se encontraba…salir de la calle para alcanzar su sueño. Pero su sueño se convirtió en pesadilla.

 

¿Cómo había acabado allí? ¿Dónde se encontrarían sus padres? Con frecuencia soñaba con ellos, pero no podía moverse. Las piernas se quedaban ancladas a su pasado y no podía articular paso alguno. No podía llamarlos. No podía acariciarlos…y siempre cuando, estaba a punto de abrazarlos…se despertaba empapada y tenía que cambiar los cartones porque pareciera que el mayor chaparrón hubiera descargado sobre una frente marchita. Que el cielo hubiera sentido la necesidad de empapar aquellos pensamientos, ponerlos a remojo, porque todo lo que crece rápido tiene más facilidad para torcerse. Como la vida de Kayla.

Pero sabía que todo tenía un final. ¿La muerte? Podía ser, pero estaba convencida que si seguía allí apostada, su futuro tendría otro color. Que no fuera el rojo fuego. Que no fuera el rojo del infierno de Dante, pues quizás su pelo sea rojo al igual que la sangre que bombea su pequeño corazón, pero necesitaba que todo diera un giro. Un giro inesperado, mientras dibujaba con el grafito caras, personas, perros, mascotas, edificios,…hasta caer dormida con el cuaderno sobre el pecho y las manos abrigando su futuro tan inestable como una torre de naipes.

Una mañana, pasados sesenta días, Kayla no estaba en su refugio. Su viejo bloc de dibujo tampoco estaba allí. Cuando recogieron todos los trastos que acumuló durante más de tres meses, comprobaron algo impresionante. Había dibujado las caras de todos los altos mandos de la Stasi con una precisión fotográfica. Encima de la mesa de un general de la Alemania Occidental, el viejo bloc permanecía cerrado. Al otro lado de la mesa, Kayla esperaba para ser entrevistada con una apariencia distinta. Fuerte, serena, tranquila, sabiendo que la operación especial que le habían encomendado había ayudado para que cayera el Muro de Berlín, la agente doble Kayla bebía pequeños sorbos de un café inclasificable. Nunca olvidaría aquel Berlín. Su pelo se lo recordaría.

Era 12 de noviembre de 1989. Solo se escuchaban los gritos de alegría y libertad. Kayla tendría otra operación. Pero pronto podría abrazar a sus padres, que la esperaban al otro lado del muro. Al otro lado del mundo.