EL TINTE
Kayla sabía que corría un enorme riesgo. Cogió la
primera botella de plástico que pilló cerca de su cobancha y vació el resto de
líquido. Con una navaja suiza que guardaba en su bolsillo derecho del maltrecho
abrigo, le cortó el cuello. Y unas gotas rojas aparecieron en su pulgar
izquierdo. No le dio importancia y lo chupó enfurecida. En el interior de lo
que quedaba de botella echó el líquido rojo. Lo movió con una rama astillada
del árbol que la cobijaba día y noche, entre el cielo y los cartones que le
servían de somier. Según indicaba, sería permanente. Perdería de forma
irremisible su lucida cabellera castaña. Asomada a unos restos acristalados
movía con rapidez la navaja mientras caían los mechones en un suelo encapotado
de lluvia perenne. A tientas y sin más argucias que su viejo instinto, logró
llevar el líquido de la botella hasta su pelo raído como su abrigo. Y allí se
quedaría por siempre.
Pero a pesar de aquel cambio, Kayla sabía que
corría peligro. Se tumbaba a diario sobre un puñado de cartones y con la única
compañía de un lápiz de grafito con un bloc de dibujo. Se le daba bien el
dibujo a mano alzada. Apostada sobre la acera y apoyada en el ancho tronco de
madera del árbol que tenía como único techo, se pasaba el día holgazaneando.
Las uñas eran negras como el hollín y andaban pidiéndole cita a la navaja. Los
restos de comida de las papeleras constituían su dieta semanal. No podía ser
diaria. No había tantos restos. Y entre gotas de lluvia y protegida a medias,
lograba dibujar a duras penas…sacaba punta con su navaja al grafito y lo
llevaba al papel con impotencia. Con dificultad agarrotada. Era un conjunto de
huesos cubiertos con harapos que había localizado a las afueras de una tienda
de barrio antes de apostarse en su árbol preferido. Pasaban los días y las
semanas y a veces solo se veía un bulto rojo sobre un taco de cartones. No
podía moverse de allí. Sabía que antes o después su vida cambiaría. Pero
necesitaba tiempo. Necesitaba salir de donde se encontraba…salir de la calle
para alcanzar su sueño. Pero su sueño se convirtió en pesadilla.
¿Cómo había acabado allí? ¿Dónde se encontrarían
sus padres? Con frecuencia soñaba con ellos, pero no podía moverse. Las piernas
se quedaban ancladas a su pasado y no podía articular paso alguno. No podía
llamarlos. No podía acariciarlos…y siempre cuando, estaba a punto de
abrazarlos…se despertaba empapada y tenía que cambiar los cartones porque
pareciera que el mayor chaparrón hubiera descargado sobre una frente marchita.
Que el cielo hubiera sentido la necesidad de empapar aquellos pensamientos,
ponerlos a remojo, porque todo lo que crece rápido tiene más facilidad para
torcerse. Como la vida de Kayla.
Pero sabía que todo tenía un final. ¿La muerte?
Podía ser, pero estaba convencida que si seguía allí apostada, su futuro
tendría otro color. Que no fuera el rojo fuego. Que no fuera el rojo del
infierno de Dante, pues quizás su pelo sea rojo al igual que la sangre que
bombea su pequeño corazón, pero necesitaba que todo diera un giro. Un giro
inesperado, mientras dibujaba con el grafito caras, personas, perros, mascotas,
edificios,…hasta caer dormida con el cuaderno sobre el pecho y las manos
abrigando su futuro tan inestable como una torre de naipes.
Una mañana, pasados sesenta días, Kayla no estaba
en su refugio. Su viejo bloc de dibujo tampoco estaba allí. Cuando recogieron
todos los trastos que acumuló durante más de tres meses, comprobaron algo
impresionante. Había dibujado las caras de todos los altos mandos de la Stasi
con una precisión fotográfica. Encima de la mesa de un general de la Alemania
Occidental, el viejo bloc permanecía cerrado. Al otro lado de la mesa, Kayla
esperaba para ser entrevistada con una apariencia distinta. Fuerte, serena,
tranquila, sabiendo que la operación especial que le habían encomendado había ayudado
para que cayera el Muro de Berlín, la agente doble Kayla bebía pequeños sorbos
de un café inclasificable. Nunca olvidaría aquel Berlín. Su pelo se lo
recordaría.
Era 12 de noviembre de 1989. Solo se escuchaban los
gritos de alegría y libertad. Kayla tendría otra operación. Pero pronto podría
abrazar a sus padres, que la esperaban al otro lado del muro. Al otro lado del
mundo.