El blog de Juan José Argudo García. Un lugar donde archivar mi actividad literaria y otras inquietudes sobre arquitectura, ingeniería, urbanismo, literatura, escritores, libros, agua, energía, ciencia, música,...
domingo, 29 de junio de 2014
Fotos charla Ciclo del Agua en Vva del Arzobispo
Al final de la charla, en el turno de preguntas como se ven algunas manos en alto.
Repartiendo las bolsas a los alumnos con el Sr. Alcalde de Villanueva del Arzobispo.
Foto de familia con los profesores, y el Alcalde de Vva. del Arzobispo.
Gabriel Fajardo, Alcalde de Villanueva del Arzobispo, en la presentación de la charla.
Desde estas páginas virtuales, agradecer de nuevo la labor de Diego Jiménez, técnico de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Vva. del Arzobispo, pues aparte de una excelente persona, nos ayudó en todos los preparativos de la charla. Gracias, amigo!!!
Entrevista a Javier Gomá Lanzón, en JOT DOWN Magazine
Javier Gomá: «En la cultura moderna no tenemos un lugar para pensar y sentir lo sublime»
Publicado por Juan Claudio de Ramón
El joven Javier Gomá
tuvo, un tarde de otoño, el vislumbre de un mundo ordenado y con
sentido. El resto de su vida intelectual lo consumió en cabalgar tras el
resto de las piezas. No tuvo prisa, y cuando empezó a publicar, estaba
ya todo en su sitio. De profesión filósofo —lo compagina con los dos
mejores trabajos del mundo, para el gusto del entrevistador: director de
la Fundación March y letrado del Consejo de Estado— heredó de Ortega y Gasset
la cortesía de la claridad y la noción, menos que un esbozo en el
filósofo madrileño, de la experiencia de la vida. En la última década ha
publicado cuatro libros fundamentales —Imitación y experiencia, Aquiles en el Gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible—
todos ellos nacidos de un mismo aliento, que coronan una empresa
ansiógena comenzada en su adolescencia. La editorial Taurus los reunirá
en una sola caja en noviembre. También ha alcanzado maestría en el arte
de decirlo todo con mil palabras en sus contribuciones a El País, reunidas por Galaxia Gutemberg en el apetecible Todo a mil y en ahora en Razón: portería de inminente aparición. Le pedían que escogiera y él escogió quererlo todo y la razón la expuso con elocuencia aquí. Es el autor de esta definición de vida, al comienzo de su mejor pieza:
la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Nos recibió en la estupenda
sede de la estupenda Fundación March. La charla se demoró y se hace
preciso advertir que la entrevista es larga; el lector sabrá
disculparlo: el tema era la vida.
Por
convención, en Occidente se considera a Tales de Mileto el primer
filósofo, y de él se cuenta una conocida anécdota: que un día caminaba
mirando las estrellas y cayó en un agujero. Ese episodio fija el
arquetipo de filósofo como sabio distraído y ensimismado. ¿Te reconoces
en él?
No
del todo, porque, en mi caso, desde muy pronto intenté hacer vivible
una vida donde el ensimismamiento máximo al que te arrastra la vocación
fuera compatible con una vida normal que te evita caer en el hoyo en el
que cayó Tales. La fecha para mí es otoño de 1980. Yo tenía quince años y
algo ocurrió allá bajo ese tamarindo literario que cito en los libros.
Una especie de movimiento interior que me convirtió en un adolescente
intelectual, espiritual y cultural. Sin embargo, comprendí que no debía
actuar como se espera en el paradigma romántico, que es alimentar esa
llama de fuego salvaje que es la vocación, sino que había que
domesticarlo y no vivirlo como incompatible con esa biografía normal de
ciudadano, hijo, padre, hermano, amigo, compañero, profesional, sabiendo
muy tempranamente que la vocación es una irrupción sobrevenida sobre la
existencia común de cada uno, un injerto raro, una anomalía vital y,
por lo tanto, una tensión entre dos polos que nunca se reconcilian del
todo. Los románticos tienden insensatamente a exaltar esa contradicción.
Yo me esforcé por hacer lo contrario: buscar los modos de hacerlos
compatibles o convivir con ellos, domesticando esa tendencia totalitaria
que la vocación literaria tiene.
Lo
que dices está en consonancia con la segunda anécdota que conocemos de
la vida de Tales, que viene a matizar la primera. Porque Tales, el mismo
que pensando en sus cosas se cae por un agujero, tenía unos
conocimientos de astronomía que le permitieron predecir una gran cosecha
de aceitunas: de modo que compró todas las planchas de aceite de la
ciudad y se hizo rico. El filósofo tiene un ojo en la eternidad y otro
en la mundanidad.
Así
es, pero el paradigma romántico ha producido estragos. El romanticismo
del siglo XIX, que tantas cosas buenas trajo, es un gran exceso, también
en la filosofía. La filosofía en el siglo XIX y XX es una filosofía de
energúmenos, contrapuesta a una filosofía mundana, que es aquella que se
enriquece con el pulimento del roce social. Una filosofía energuménica
la encontramos en el Zaratustra de Nietzsche,
que piensa que ha tenido revelaciones alucinantes en lo alto de la
montaña, como los profetas, y luego baja para difundirlas al mundo. Eso
es el resultado de un estereotipo romántico. Es el que hoy prevalece,
puesto que se ha generalizado el concepto del genio, que prácticamente
se ha hecho equivalente a la expresión suprema de la individualidad. Ser
individuo en grado eminente hoy es ser genio. En el ámbito filosófico
eso ha alentado una filosofía energuménica, antisocial y antimundana.
Tu diálogo con el romanticismo es constante. En la introducción de Aquiles en el gineceo
dices que tu vida ha sido la fuente de tus reflexiones, pero solo lo
que tu vida tenía de típico y genérico. Vas a contrapelo de la filosofía
contemporánea, obsesionada por negar una naturaleza común, y de la
cultura dominante, que nos pide ser originales, únicos y geniales.
Sí,
porque mi visión filosófica, que es transversal respecto a muchas
disciplinas, incluye una revisión de la antropología vigente. La
ejemplaridad es siempre ejemplaridad pública porque, por su
propia naturaleza, el ejemplo es siempre ejemplo para alguien, lo cual
implica que tiende a la universalidad, como ya vio Kant.
Ahora bien, en el romanticismo la universalidad es imposible, en la
medida en que todo el mundo se considera único, distinto y diferente.
Por lo tanto, ninguna regla enunciada en el ejemplo de uno le es
aplicable a los demás. Si yo quiero poner en marcha una filosofía basada
en la ejemplaridad, hay que revisar esa antropología que excluye el
carácter universal del ejemplo. Como muy bien dices, en las páginas
introductorias de Aquiles en el gineceo sostengo que, por una
parte, esa filosofía que propongo es existencial —a mí me parece que
solo la filosofía existencial es filosofía, no en el sentido de que sea
existencialista, sino solamente aquella que tenga que ver con las
necesidades básicas del hombre y la mujer— y lo que sucede es que cuando
busco una experiencia fundamental que iguale a todos los hombres y
mujeres de este mundo encuentro que hay una que, siendo la más íntima
que existe, es al mismo tiempo, la más universal. Y es que solemos
entender que cuando te sumerges más en tu propio yo encuentras esencias
nunca vistas, diferentes, especiales, de acuerdo con esa acuñación de Stuart Mill
que equipara lo individual con la extravagancia. Por tanto, desde esta
perspectiva, lo que nos hace individuales sería lo que nos hace
diferentes. Mi tesis es la inversa. El universal vivir y envejecer —el
hecho de que somos mortales—
es la experiencia más íntima y a la vez algo que compartimos todos los
hombres y mujeres del mundo. Así que, indagando sobre esa experiencia
interior, no te separas del resto del género humano sino que te asimilas
con los demás, cosa que luego desarrollo en Ejemplaridad pública.
Y esa conclusión, que es una concepción revisada de la antropología en
la que lo verdaderamente humano del hombre y de la mujer no sea lo que
nos hace distintos sino lo que nos asimila, abre el camino a una posible
ejemplaridad cuya esencia es la repetición del ejemplo y la tendencia a
la universalidad.
En 2003 irrumpiste en el panorama filosófico con Imitación y experiencia,
que ganó el Premio Nacional de Ensayo al año siguiente. Es tu obra más
voluminosa e imagino que también la menos leída, porque impone un poco.
No
te creas, ha tenido tres ediciones en tapa grande y una en bolsillo, y
anualmente me va generando derechos. Sí que es la más voluminosa.
Pero
es fundamental porque es el basamento de todo tu sistema. Sueles
conceder importancia a que esa primera publicación llegara ya cumplidos
los treinta y ocho años. En estos tiempos parece un signo de distinción
tomarse el tiempo necesario para hacer un buen trabajo.
No
es tanto que me tomara el tiempo necesario, como que necesitaba ser
fiel a la vocación, a ese primer impulso. Siempre me presento como una
persona con vocación literaria extrema, rapiñadora, totalitaria, que
irrumpió cuando yo tenía quince años. La vocación se presenta como una
visión. Esa visión me gusta definirla usando la metáfora de un puzle de,
por ejemplo, cien piezas. La experiencia normalmente te ofrece cinco o
siete de esas piezas puestas en su sitio, y quedan noventa y cinco por
colocar. La vida es básicamente una experiencia de fragmentos. De pronto
determinadas personas, animadas por una vocación, tienen la imaginación
del puzle entero y ven el cuadro entero que se forma. Ven la montaña
con su río, o la catedral o el rostro. Cuando eso te ocurre, y eso a mí
me ocurrió muy tempranamente, sientes una compulsión extrema, urgente,
un apremio, por encontrar un objeto que le dé fijeza, orden y sistema a
esa visión, la cual, sin ese, objeto se va a diluir sin remedio. De
joven te imaginas que puedes ser bombero, futbolista, diplomático,
fotógrafo… de pronto, sin saber muy bien por qué, todas las competencias
y habilidades se disparan en una sola dirección que tiene que ver con
esa visión que has entrevisto y luego tienes la compulsión de pasar esa visión a una misión
que es encontrar el objeto adecuado para ella: un lienzo, una
partitura, un texto. Tuve una visión muy temprana y muy totalitaria y,
sin embargo, una maduración muy tardía. Suelo decir que esos veinte años
que transcurren desde la primera emoción hasta la aparición de mi
primer libro se resumen con una sola palabra: ansiedad.
No es tanto que me tomara el tiempo como que la visión no maduraba
suficientemente. La visión requería un tiempo objetivo. Presumo de haber
dedicado una fidelidad máxima hacia mi propia visión y por eso iba
dejando pasar el tiempo hasta que la visión fuera madurando.
Y mientras ibas leyendo como un poseso.
La
biblioteca de mi padre tuvo una gran importancia en mi vida. A partir
de 1980 la ansiedad empezó a dominar mi vida —solo ahora, con la obra
hecha, estoy empezando a conocer qué es la vida sin ansiedad—
y leía ansiosamente. He sido siempre muy mal lector, un lector
instrumental: no disfruto y no me guío por la brújula del placer, que es
la única que todo buen lector debería seguir. De ahí me ha quedado un
profundo desprecio a la beatería cultural, esa sacralización del libro,
sus autores, la cultura, como si fuera la nueva religión de salvación.
Lo único que cuenta es la emoción: el libro es su sirviente, su
mayordomo. Esa emoción ansiosa me llevaba a leer horas interminables
pero como un conquistador, como un violador que tira al suelo a su
víctima antes de forzarla. La vocación no solo instrumentaliza los
libros, también la vida, que es uno de sus problemas graves cuando se
manifiesta en grado extremo, y las relaciones familiares, las amistades,
los amores, las experiencias… La ansiedad brotó con gran fuerza y me
encontré con que muchos de los libros a los que me iba impulsando
estaban en la biblioteca de mi padre. Terminaba a las cuatro de la
madrugada uno y cuando iba a devolver el libro a la biblioteca veía que
el otro libro al que me llevaba el primero también estaba en la
biblioteca de mi padre. Disfruté de esa especie de océano de
conocimiento que representa una buena biblioteca paterna. Si no lo
hubiera encontrado allí me hubiera ido a una biblioteca pública o me
hubiera comprado el libro, pero hay momentos en que esa ansiedad
requiere una cierta velocidad para encontrar un libro, y esa velocidad
la encontré en la biblioteca de mi padre.
Imitación y experiencia
me ha parecido muy emocionante, porque según iba leyendo me daba cuenta
de que tenía algo de cuaderno de notas de toda una vida.
Absolutamente.
Hay notas escritas en un cuaderno cuando tenía quince años que están
literalmente en el libro publicado con treinta y ocho.
El
tema principal del libro es la imitación, que va a ser la idea fuerza
de todo tu pensamiento y que luego se reformula en la ejemplaridad.
En efecto. En la primera parte de Imitación y experiencia
hice una especie de historia de la cultura occidental desde el punto de
vista de la imitación y el ejemplo. Hay en la premodernidad tres
clases: la imitación de las ideas platónicas, como manera de conocer la
realidad, la imitación de la naturaleza, que se da sobre todo en el
arte, y la imitación de los antiguos, que se da principalmente en la
literatura y la retórica. Me di cuenta de que la imitación como tema
filosófico se había tocado de manera tangencial, pero que nunca se había
ensayado una teoría general. Lo primero que tenía que hacer era
reconstruir toda la historia de la cultura occidental desde el punto de
vista de la ejemplaridad, cosa que no estaba hecha en ninguna lengua con
un carácter integrador. Esa historia no pertenecía a mi plan inicial:
la acometí porque estaba por hacer.
Y
tú descubres una cuarta clase de imitación, que se da con especial
intensidad en la época griega arcaica, pero no se teoriza hasta la
modernidad.
Exacto.
De pronto descubrimos que, curiosamente, en toda esa extensa época de
la cultura premoderna (hasta siglos XVII-XVIII) no se había teorizado la
cuarta clase de imitación, que es la que un sujeto hace de otro sujeto, ambos seres personales libres y autónomos. Toda
la cultura de la era arcaica está basada en ejemplos de ejemplaridad
majestuosa de ciertas figuras ejemplares: héroes homéricos, escultura
griega, historiografía… toda la cultura premoderna es una cultura de la
ejemplaridad, y sin embargo nunca se había elevado al plano del concepto
la imitación de unos por otros, cosa que sí se practica, por primera
vez, en el siglo XX. Ya no es una imitación de los antiguos, de las
ideas o de la naturaleza, sino la imitación de personas respecto a otras
personas todas ellas dotadas de libertad y racionalidad. Mi empeño ahí
era elaborar una teoría general de la imitación demostrando que no es
que imitemos o no imitemos a nuestro gusto, sino que estamos arrojados a
un universo de ejemplos. Todos somos ejemplos para todos. El problema
no es si imitamos o no imitamos, que imitamos siempre por fuerza —contra lo que querría el dogma moderno de la autonomía del sujeto—,
y no solamente los niños, sino que también los adultos, y además todo
el tiempo; el problema es solo qué modelo escogemos y cómo utilizamos
nuestra razón para elegir el modelo adecuado. No somos autónomos, como
nos soñó Kant, pero sí somos racionales, porque podemos juzgar
críticamente quién es el modelo digno de imitación. Heteronomía
autónomamente asumida.
En
el libro haces una aportación novedosa a la cuestión de los
universales, que es la del universal concreto, que cristaliza en la
persona.
Había
que deshacer esa asociación que siempre ha habido entre lo universal y
lo abstracto y que es la propia del lenguaje, un universal abstracto. En
teoría, solamente puede ser universal, por lo tanto dotado de
racionalidad, aquello que participa de la abstracción del concepto, del
lenguaje, de la filosofía… como si lo concreto siempre estuviera
destinado, por una especie de maldición, a no ser susceptible de razón, a
ser una escalera que te sirve para elevarte al balcón del concepto pero
luego empujas y tiras al suelo por inútil. Todo mi esfuerzo es por
recuperar una noción del ejemplo como «universal concreto», para el que
también utilizo la palabra «ejemplo personal». El ejemplo personal es la
expresión máxima del ejemplo, porque es concretísimo, ya que todo el
individuo está dotado por esencia de una unicidad irrepetible; y, sin
embargo, en la medida que es modelo, está llamado a su repetición, a su
imitación, a su reiteración. En suma: a una universalidad, que no es
menos universal porque no sea conceptual.
Cuando
Kant dice que Ilustración es salir de la minoría de edad y atreverse a
pensar por uno mismo sin la guía del otro, no se le ocurre pensar que es
precisamente a través de la guía del otro que uno puede llegar a pensar
por uno mismo.
Se
le ocurre de otra manera, porque en la segunda crítica utiliza la
imitación pero como solo método pedagógico, sin comprender su
profundidad sustantiva y su aptitud para llegar a pensar por uno mismo.
En el siglo XX se descubre la cuarta clase de imitación, que tiene lugar
entre personas, pero con una visión distorsionada: solo la practicarían
niños, animales, masas y salvajes. Seres disminuidos, con un hándicap,
menores de edad. La imitación podía estudiarse como un fenómeno
premoderno o preadulto pero nunca como algo propio del sujeto moderno,
autónomo y plenamente racional. La imitación como estadio intermedio
hacia un estadio definitivo donde ya nadie imita, lo cual es un
imposible. Se imita siempre, todos en todas las edades. Y no debemos
darnos golpes en el pecho porque imitar puede ser racional. Obviamente,
la imitación se corrompe —contagio, modas, fenómenos de masas,
caudillismo— pero a la ciencia, la técnica o la razón pura o instrumental están expuestas también a sus corrupciones, como todo.
Aquiles en el gineceo es tu segundo libro, mucho más breve, y para mi gusto verdaderamente inspirado.
Es curioso, los que escribís elegís Aquiles. Muchísimas veces oigo esta preferencia. Álvaro Valverde, el espléndido poeta, le dedicó un muy hermoso poema. Ignacio Amestoy,
uno de nuestros clásicos dramaturgos españoles, se ha inspirado en el
ensayo para una de sus obras de teatro. Que un ensayo inspire una pieza
dramática no creo que tenga muchos precedentes.
En
él desarrollas la doctrina de los estadios de la vida. Todos
experimentamos un estadio estético y otro ético antes de morir
irremediablemente. Y es la figura de Aquiles la que te sirve para narrar
la existencia entera del hombre. Pero para eso necesitas recuperar un
episodio poco conocido de su biografía, que es su estancia en el gineceo
de Esciros, viviendo oculto entre doncellas y efebos.
Muy
pronto, todavía en el colegio, leí algo sobre la adolescencia de
Aquiles. Y ahí vi muy tempranamente involucrado de modo latente lo que
el Aquiles de muchos años después convierte en patente y que constituye
uno de esos nudos de relaciones que componen el tapiz de mi filosofía.
Aquiles es hijo de una diosa inmortal y de un hombre, así que está
destinado a ser inmortal. Solo moriría en un caso, y es que fuera a la
guerra de Troya. Su madre, más interesada en que disfrutara de una vida
larga a que la tuviera buena y significativa, esconde a su hijo donde
piensa que nunca nadie le va a buscar: en el gineceo, que es la parte
dedicada a las mujeres en la corte del rey. Ese travestimiento de
Aquiles sugiere la ambigüedad adolescente, sin identidad, sin
individualidad, sin yo. De hecho, Aquiles, cuando está en el gineceo, no
tiene nombre, es un ente abstracto, impersonal. Por otro lado, los
griegos iniciaron una guerra contra Troya, en Asia (que representaba la
lucha de la civilización helénica contra barbarie oriental), y la
victoria pende de un hecho que ha anticipado el oráculo, que es que
Aquiles participe en esa guerra. Solo si Aquiles participa la
civilización triunfa sobre la barbarie. Por eso el astuto Ulises,
vestido de mercader, entra en el gineceo y extiende su mercancía,
haciendo que todas las doncellas se arremolinen alrededor atraídas por
el brillo del oro, entre ellas Aquiles vestido de mujer. Ulises toca la
flauta guerrera, Aquiles siente en el pecho un ardor bélico, se despoja
de su vestido de mujer y decide ir a Troya para morir. La pregunta del
libro, que hace juego con el subtítulo del libro —Aprender a ser mortal—
es por qué Aquiles, que estaba destinado a ser inmortal, decide ir a
Troya donde no solamente va a morir sino que va a morir joven. ¿Por qué
prefiere la mortalidad a vivir de manera inmortal?
¿Cuál es tu respuesta?
Mi
contestación es que lo que nos hace individuales es precisamente la
mortalidad. El precio de morir es un precio digno de pagarse si el
premio es ser individuales. Lo más alto que alguien puede ser es ser
individual, ser ejemplo y tener un nombre. Aquiles se convirtió en
Aquiles en el momento en que aceptó morir. Dio como barato la
inmortalidad, la eternidad, algo que en mi planteamiento es siempre algo
magmático, amorfo, sin identidad, sin personalidad, sin individualidad,
característico del estadio adolescente. El gineceo representa esta
adolescencia, el estadio estético, y Troya representa el estadio ético,
el maduro. Allí encontré la clave de la verdad del destino del hombre y
de la mujer.
Tus
palabras son: «En la polis el sujeto acepta su mortalidad, el ciudadano
es el heredero del héroe que acepta una vida breve. Cambia el autogoce
de la adolescencia por casa y trabajo».
Cuando
uno es joven se piensa a sí mismo como irreemplazable, eterno y
absoluto, cuando uno madura y entra en el teatro de la finitud, en la
sociedad, en la polis, descubre que el que es eterno, irreemplazable y
único es, al mismo tiempo, reemplazable. Uno de los artículos decisivos
de mi Razón: portería se titula precisamente «Único y prescindible».
Te interesa distinguir entre muerte y mortalidad.
Es
importante distinguir entre muerte y mortalidad. La muerte es un hecho
biológico bastante aburrido y sin ningún interés que le ocurre también a
un mosquito, mientras que la mortalidad es la consciencia de tu propia
naturaleza finita. Muchas veces se dice que la sociedad contemporánea
esconde la muerte. Yo creo, por el contrario, que no hay un fenómeno más
presente en la vida cotidiana —en los telediarios, películas,
videojuegos, libros…—
que la muerte como accidente biológico. Lo que sí se esconde es la
mortalidad, la aceptación moral de nuestra contingencia y de sus
limitaciones, que solo experimenta a fondo quien progresa del estadio
estético al ético.
Dices que aprender a ser mortal es morir dos veces.
Exactamente.
En realidad, una persona que hubiera aceptado en todas sus
consecuencias el estadio ético, cuando llegue la muerte biológica no
sería más que la consumación de una decisión ya tomada. Por otra parte,
es importante destacar que la transición entre una y otra se produce a
través de la doble especialización de la casa y el trabajo. La
idea completamente dominante en nuestra cultura es que lo que nos hace
individuales es lo que está al margen de la sociedad, extramuros de ella
hallaríamos nuestra autenticidad, nuestro yo más sincero. Es aquel
mundo soñador, fantasioso, romántico, más propio de la adolescencia…
Las extravagancias de Stuart Mill.
Extravagancias
previas a la doble especialización de la casa y el trabajo, que se
perciben en la cultura contemporánea como alienantes. Mi tesis es
exactamente la contraria, que no estamos suficientemente alienados. A
través de la doble especialización del oficio y de la casa se produce la
socialización del individuo que antes se consideraba eterno pero que
ahora se refiere a sí mismo como instrumento de una sociedad que le
trasciende y que un día prescindirá de él porque morirá. En ese proceso
de la socialización es donde encuentra su individualidad. Por eso en Aquiles digo que toda mortalidad es política. Al mismo tiempo, me interesa destacar la diferencia entre estadios y momentos.
Por una parte, el hombre progresa del estadio estético al ético a
través de la doble especialización, donde se socializa y al hacerlo
halla, paradójicamente, la llave de su individualidad. Pero, por otra,
en el estadio ético se mantiene del estadio anterior un momento
estético, un eros, un deseo de infinito, de totalidad, de arrebato, un
anhelo de humana perduración. Esa tensión, dentro el estadio ético,
entre la socialización máxima y el momento estético es la materia de la
que está hecho nuestro yo, único pero reemplazable.
Pero antes de ingresar en el estadio ético Aquiles
ha vislumbrado la mortalidad, y por tanto la eticidad, en su amor a
Deidamía, una de las doncellas, con la que tiene un hijo. Ha pasado de
soñar con todas las mujeres a unirse a una única, aceptando el doloroso
hecho de que también ella morirá. Es el único momento en el que hablas
del amor en sentido carnal en toda la tetralogía.
En Aquiles
cuento que el paso entre el estadio estético y el ético, el de la
adolescencia a la madurez, muchas veces tiene una transición. El amor
puede ser esa transición. Yo adscribo el amor romántico y pasional al
estadio estético, lo que ocurre es que cuando te enamoras de otra
persona, si es correspondido, acabas queriendo fundar una casa con esa
persona. Y eso implica la necesidad de ganarte la vida, lo que presupone
un proceso de especialización-socialización. Por tanto, hay una
transición relativamente natural entre el amor romántico típico del
estadio estético al amor ético típico del estadio siguiente. En el
estadio ético eres ya individual, y lo que te hace individual es tu
mortalidad, y donde tú percibes tu mortalidad es en el proceso de la
doble especialización: casa y oficio.
Una última pregunta sobre Aquiles en el Gineceo.
El universal vivir y envejecer es común a todos nosotros. Pero no todos
lo experimentamos de la misma manera. No es lo mismo envejecer
desempeñando un trabajo intelectualmente apetecible que otro que no lo
sea. ¿De qué manera influyen las condiciones materiales de la existencia
en la teoría de los estadios de la vida?
Es obvio que hay muchos destinos sobre la tierra. En Necesario pero imposible
distingo entre «ley de vida» (nacimiento, juventud, estadios y muerte) y
las «vidas sin destino», todas esas vidas truncadas y tachadas, que más
bien parecen abortos de vida. La sociología, la economía, la psicología
o la historia estudian estas diferencias. Pero, para una mirada
ontológica, son solo accidentes. Entre Salomón, rey de los judíos, o Alejandro Magno,
y ese inmigrante que salta las vallas de Ceuta o Melilla o cruza a nado
el estrecho, sin más bienes que su cuerpo en peligro, muchos rasgos y
circunstancias los diferencian, pero, ontológicamente, esos rasgos y
circunstancias son accidentes respecto a lo verdaderamente sustantivo:
ambos son mortales, ambos viven y envejecen sin absolutamente ninguna
diferencia sustancial. Y esto que los iguala es muchísimo más profundo y
esencial que todas aquellas circunstancias externas que los separa.
Completas la trilogía de la experiencia de la vida con Ejemplaridad pública.
Allí propones una teoría política para después del nihilismo. Partes de
un doble problema: el individuo, que es libre y autónomo, defiende con
celo su subjetividad o su momento estético y, aunque está hastiado,
porque sabe que algo no funciona, es reacio a socializarse. Por otro
lado, el Estado, que es la polis, está necesitado de legitimación y es
incapaz de concitar respeto o incitar a la virtud. Ese es el problema
que atacas en el libro. El ensayo arranca con la noción de vulgaridad,
que está más extendida que nunca y para la que pides un respeto. ¿Por
qué?
Primero,
como bien señalas, al principio del libro desarrollo un planteamiento
positivo del nihilismo, que es la crítica más radical que una cultura
nunca ha lanzado contra ella misma. La cultura occidental es la única
que conozco que ha ejercitado radicalmente la autocrítica, y en eso
Occidente debería ser imitado por otras culturas. El nihilismo tiene
algo profundamente saludable, que es el cuestionamiento de la tradición.
Un cuestionamiento que no necesariamente tiene que llevar a desestimar
toda la tradición, sino apropiarse de ella solo en lo que siga siendo
fecunda. ¿Pero a qué ha llevado el nihilismo? Más que usar conceptos con
sentido moralizante —sociedad narcisista, individualista, consumista— escogí deliberadamente un concepto con connotaciones estéticas, como es el de vulgaridad,
que me parece moralmente neutro y que no tiene ese punto de reproche
edificante a nuestro tiempo. Habrás visto que me declaro hijo gozoso de
mi tiempo, y es algo que caracteriza mi observación del mundo. He
mantenido muchas veces que vivimos en el mejor momento de la historia
universal y nadie, en los muchos foros en lo que he discutido, ha podido
refutarme. Pero yo no hago una apología de la vulgaridad, sino que
distingo entre apología y pedir un respeto. Pido respeto para la
vulgaridad porque la vulgaridad es la hija —fea pero hija—
del beso de dos fuentes absolutamente positivas que además representan
la expresión más elevada del genio distintivo: la libertad y la
igualdad. Cuando la libertad en el sentido de la liberación, algo
constitutivamente del siglo XX, se une a la igualdad, entonces la
consecuencia es la vulgaridad y, en la medida en que es el fruto de dos
cosas tan positivas que se han unido por primera vez creando una
civilización, como es la democrática, pido respeto para ella.
Uno
de los riesgos de elaborar una teoría de la ejemplaridad era caer en el
elitismo. Pero al contrario que en Ortega, tu teoría no desemboca en
una defensa de una minoría selecta o clase rectora.
Si
el nihilismo es pieza fundamental en mis libros es porque desmonta el
tinglado del aristocratismo vigente en la cultura desde su aurora. Desde
que una persona se encontró en la prehistoria con otra en la selva, una
obedeció y otra mandó, creándose dos estamentos. La ejemplaridad estaba
asociada tradicionalmente a esa aristocracia del estamento superior, un
pequeño grupo de personas que se presentan ellas a sí mismas como
modelo para una sociedad mayoritaria cuya única obligación es la
docilidad, una mayoría a la que se le endilga, para mayor desvergüenza,
el remoquete de «masa», como si fuera una sustancia indistinta, informe,
compuesta, no por ciudadanos, sino por seres gregarios como ovejas. Estoy
totalmente en contra de esos que se consideran a sí mismos minoría
selecta, que llaman a los demás masas indóciles porque nos les obedecen
con la puntualidad que ellos querrían. No creo en las masas, palabra que
presupone una toma de postura. No existen las masas. Lo que existe son
muchos ciudadanos que se agrupan, cada uno responsable y capaz de
ejemplaridad. La raya decisiva no es la que separa en la sociedad a los
egregios de los vulgares, sino la que, en el corazón de todos y cada uno
de los ciudadanos, separa entre opciones ejemplares y opciones vulgares
del uso de tu libertad individual. No hay seres cualitativamente
distintos, sino todos iguales y responsables con opciones de mayor y
menos excelencia moral.
Había
algo potente en pedir un respeto para la vulgaridad, como un grito
igualitario en contra del elitismo caduco y polvoriento, esa estructura
aristocrática, autoritaria y jerárquica que se desvanece antes los
avances del principio igualitario. Ese elitismo que ve la vulgaridad y
dice: «Fijaos a dónde han llegado la igualdad y la libertad, tenemos que
volver al aristocratismo de antes, fijaos qué horrible y repugnante es,
cómo se autocondena sin necesidad de más explicaciones». Yo quería
decir que a esa vulgaridad que vosotros, los eminentes, egregios y
aristocráticos, despreciáis subyace una profundísima y original verdad,
bondad y belleza, nunca antes conocida y que vosotros, los exquisitos,
no entendéis. Lo que sucede es que mi libro toma la vulgaridad como
punto de arranque, no de llegada. De hecho, el libro entero se
estructura en la dialéctica vulgaridad-ejemplaridad.
Lo
que quieres es reformar esa vulgaridad. El problema reside en vivir en
una cultura no represora, de «libertad consumada» como dices tú, que es
la nuestra, pero seguir utilizando un lenguaje de liberación. El problema no es ser libres, pues ya lo somos, sino hacer un uso virtuoso de nuestra libertad, y esto es lo que propones en Ejemplaridad pública.
Creo que la cultura actual —y muchos de los artículos que publicáis en Jot Down
lo confirman— está viviendo un solapamiento extremo. El paradigma
cultural ha pasado y la mayoría de los artistas, escritores, filósofos y
poetas no se han enterado. El verdadero problema de los últimos tres
siglos ha sido cómo ser libres frente a las opresiones tradicionales de
la premodernidad. Ese proceso ha terminado. Terminó aproximadamente en
los años sesenta o setenta del siglo pasado. ¿Quiere decir esto que no
hay atentados contra la libertad? No, hay ochociento millones de
atentados contra la libertad. La diferencia con antes es que esos
atentados hoy se consideran ilícitos, no están legitimados por el
universo simbólico en el que se producen. ¿Hay violaciones contra la
mujer? Miles, desgraciadamente. La diferencia es que antes las
violaciones se consideraban procesos educativos del adolescente
aristocrático que violaba a la criada, el derecho que tenía el señor de
acostarte con la campesina, etcétera… La cultura entera, con su fuerza
de autocoacción consentida, permitía o bendecía la sujeción de la mujer.
Ese proceso de liberación frente a presiones económicas, éticas,
ideológicas y sociológicas tradicionales ha generado durante dos o tres
siglos una gran cultura que defiendo, que es la del romanticismo, la
liberación, la experimentación, la filosofía de la sospecha y de la
transgresión…
La
transgresión ha tenido un momento liberador muy importante, igual que
la experimentación de las vanguardias o la sospecha de la filosofía. Los
tres agentes han conspirado positivamente para que el proceso de
liberación que estaba pendiente desde el siglo XVIII se consumase.
Incluso cuando el artista dadaísta piensa que está desmontando la
civilización está contribuyendo a la causa civilizatoria, porque con sus
experimentaciones delirantes está demostrando que incluso en el ámbito
del arte la libertad individual puede ampliarse y señala un camino. En
el arte, de generación en generación, en el taller al artista se le
enseñaba que había unos rasgos inherentes a la esencia del arte, como
por ejemplo la forma, la proporción, la perspectiva, el color. Eso había
sido desde las cuevas de Altamira hasta el siglo XIX. Arte significaba
determinadas reglas que normalmente se enseñaban en los gremios,
talleres o escuelas. De pronto un espíritu liberador, el de las
vanguardias artísticas, ensaya producir artes que prescinde de esas
reglas milenarias. Entonces tenemos el arte abstracto, sin figuras, o el
cubista, que descompone la proporción, o el surrealista, que no tiene
nada que ver con la realidad. Esas vanguardias nos enseñan y liberan de
una tradición que se siente como opresiva. Y lo mismo ocurre con la
moral. ¿Qué pretende la moral dominante? La moral de una época enuncia
sus mandatos, que son históricos, como si tuvieran la misma fuerza que
las leyes de la naturaleza. La cultura dominante dice de sí misma lo que
podríamos decir de la lluvia o de la gravedad: es así, siempre ha sido
así y siempre lo será.
¿Qué
nos enseña la transgresión? Que algo que pensábamos que era naturaleza
en realidad es historia, cultura, producto cambiante, opinable,
revisable, reemplazable, y este descubrimiento nos libera. La
transgresión tuvo un papel importantísimo en el proceso de liberación en
los siglos XVIII, XIX y XX. La sospecha, que nace con Kant —no casualmente se llama filosofía crítica—,
también. Con la filosofía crítica de la sospecha descomponemos la
pretensión de verdad de los relatos tradicionales. De todos. No hay un
relato tradicional que no haya sido desmontado por la filosofía del
siglo XIX y XX. Y casi toda la filosofía de esos siglos es filosofía de
la sospecha, cuyo objetivo es desmontar la pretensión de legitimidad de
relatos tradicionales (políticos, filosóficos, culturales, ideológicos,
religiosos, sociales), mostrar su falsedad, los intereses de parte que
esconde y, con este derribo, permitir que la libertad individual se
ensanche. Ahora bien, la libertad individual ha alcanzado su máximo
ensanchamiento y progreso, de manera que lo que fue liberador por la
filosofía de la sospecha, la transgresión moral y la experimentación
artística durante tres siglos, que tuvo una gran potencia durante ese
tiempo, ahora ha perdido totalmente esa potencia emancipadora. Se ha
convertido en manierismo, en repetición, reiteración y epígono. Está
muerto, no es fecundo. Y la gente no se ha enterado y repiten una y otra
vez la misma canción ad nauseam. El tema ya no es ser libres,
el tema importante de hoy es ser-libres-juntos, que significa la
aceptación gozosa y positiva de determinadas limitaciones a tu libertad.
Sin embargo, verás cómo los artistas transgresores inauguran en un
museo con presupuestos del Estado y presencia de ministros, un arte en
el que se insiste que el Estado es satánico, la sociedad nos aliena, la
cultura nos sojuzga… Se presentan como transgresores aunque estén
subvencionados por el Estado. ¡Qué pereza infinita de todos los que se
llaman rebeldes, libertarios, provocadores, o transgresores! ¡Qué
trasnochado y vacuo! Lo que hizo sonrojar a Calígula hace bostezar a ahora mis hijos. Por eso digo que ejercer hoy la transgresión es como hacer top-less en una playa nudista.
Es
muy importante que la democracia se procure un relato nuevo, una
poética, llegas a decir en uno de tus artículos. Y aquí entras en una
discusión con las distintas ramas del liberalismo. ¿Por qué no podemos
ir tirando con el respeto a la ley y una multitud de relatos privados?
¿Cuál es el peligro de una democracia en la que no haya un relato común
que actúe de cemento social? En tu libro hablas del peligro de una
democracia sin ideales.
Lo
que pasa es que no hablo de ideales, en plural, hablo siempre del ideal
que tiene que ser uno porque es una propuesta de perfección. Pero deja
que te conteste a esta pregunta con diferentes ángulos. Efectivamente,
voy recurriendo a diferentes polémicas utilizando, como un
cazador-recolector que va cogiendo los frutos que le apetecen, para una
finalidad que es mía. Como ves en Ejemplaridad pública debato con
comunitaristas y liberales, pero no me paro ahí ni me defino porque no
me interesa perderme en este debate sino usarlo para mis fines. Hay
varios asuntos: primero, en la Antigüedad, hasta el Renacimiento, lo que
estuvo presente fue el concepto de «paideia», que significa la
propuesta de la perfección.
Paideia es un concepto de difícil traducción.
Si
tuviera que resumirlo de alguna manera lo haría así: para los griegos,
la cultura entera (paideia) es el sello que una generación puede
imprimir en la cera de la generación siguiente, que es su alma. La
pregunta es: cómo sería ese sello, ese ideal de perfección. Si yo
tuviera la posibilidad de crear un sello —que en griego es «tipos», de ahí la idea de «prototipo» y el «arquetipo»—
que pudieras marcar en el alma de la generación siguiente ¿cómo
confeccionaríamos ese sello? ¿Qué perfección sería esa? Una perfección
en todo caso unitaria; no hay una familiar, otra estética, otra
sociológica… no, una perfección unitaria, de lo humano en su conjunto,
respondiendo a la pregunta qué tipo de persona, así en general, alguien
es o debe ser. En el Renacimiento eso se desmorona. Se descompone en
esfera pública, regida por ley coactiva, y esfera privada, donde
establece el dogma de la vida privada. Puedo hacer con mi vida privada
lo que quiera mientras no perjudique a terceros. Y así se ha seguido en
la cultura contemporánea, que es aquella en la que el espacio público
está regulado por la ley coactiva y el privado está confiado al secreto
de la vida privada, mientras no perjudique a tercero, se dice.
En tu opinión eso trae problemas.
Muchos
problemas. En primer lugar, no existe la vida privada desde el punto de
vista del ejemplo, porque todos somos ejemplos para todos. Siempre
perjudicamos o beneficiamos a terceros con nuestro ejemplo. Todos
producimos con nuestro ejemplo un impacto positivo o negativo en nuestro
círculo de influencia. Además la verdad moral solo se revela por medio
del ejemplo. Cuando quieres conocer una verdad científica o lógica has
de usar instrumentos abstractos, como la matemática, pero la verdad
moral solo se hace accesible a través del ejemplo. No es que el ejemplo
ejemplifique la verdad moral, es que solamente se revela a través del
ejemplo, soo ahí se propone a la intuición y se comprende. Si quiero
explicarle a mi hijo qué es la honestidad, la valentía o la decencia
jamás le remitiré a un diccionario o un tratado moral, sino que estos
valores se le harán intuible a través del ejemplo, que es ese universal
concreto. Eso que ves es una conducta decente, le diré. El ejemplo es,
pues, el instrumento de nuestra educación sentimental. Si vivimos en una
red de influencias mutuas somos maestros y discípulos mutuamente del
acceso de los demás a las verdades morales. Ejemplaridad igualitaria.
Por tanto tenemos la responsabilidad de nuestro propio ejemplo y del
impacto que produce en nuestro círculo de influencia. De manera que es
imposible que llevemos una vida sin perjuicio a terceros. Siempre
producimos beneficio o perjuicio a terceros a través de nuestro ejemplo.
Lo que sucede es que ese impacto no es jurídicamente punible ni debe
serlo. Pero cuando se dice y se baila, en la canción de Alaska y Dinarama, que «a quién le importa lo que yo haga», mi respuesta (que desarrollo en Todo a mil)
es que sí importa, y mucho, importa a todos. A ti te importa porque no
es lo mismo un uso eminente de tu vida que un uso vulgar. Y además ese
ejemplo importa muchísimo a los demás. Eso de que en tu vida privada
puedes hacer lo que quieras sin perjuicio a terceros es imposible porque
siempre perjudicas a terceros. En una democracia las leyes coactivas
regulan la exterioridad de la libertad pero no en el corazón. Desde una
perspectiva jurídica, la vida privada (que nos autoriza a elegir el
estilo de vida que prefiramos sin interferencia pública) es una
conquista irrenunciable de la modernidad. Pero ha sido una desdicha que
lo que es cierto en el concepto jurídico se halla desplazado a lo moral:
lo que es indiferente para el derecho, no lo es para ti mismo, para la
moral, incluso para la viabilidad de la democracia.
Ese es el otro problema que señalas, que la ley coactiva no incita a la virtud.
La
ley coactiva, aquella que amenaza con una sanción o una pena en caso de
incumplimiento, solamente es capaz de regular los aspectos externos de
la convivencia pero no es capaz de entrar en lo que asegura una
convivencia bien ordenada, un corazón bien educado y con buen gusto.
¿Qué es más eficaz para una sociedad bien ordenada: que el ciudadano
conozca y tema el castigo que la ley prevé en caso de incumplimiento o
que cumpla la ley por convicción propia, porque tienes el corazón bien
educado, porque de manera instintiva le repugnan determinados
comportamientos antisociales? Ejemplaridad pública destaca con fuerza el problema de una democracia sin mores,
sin costumbres, que la modernidad ha desechado como achaque del pasado.
Todo lo contrario: las costumbres son el invento que hemos descubierto
los hombres para remediar nuestra finitud. Si no existieran, tendríamos
que inventar el mundo cada mañana como Adán en el paraíso. Como existen,
confiamos el 90 % de nuestros asuntos la costumbre, lo cual nos permite
concentrar la energía y la creatividad en lo realmente importante. Las
costumbres pueden ser cívicas o anticívicas. Si fueran cívicas se llaman
«buenas costumbres». Una sociedad asentada sobre buenas costumbres
sería aquella en la que los ciudadanos son transportados suavemente, por
el placer del hábito general, por las inclinaciones del corazón bien
educado, hacia la virtud cívica, sin necesidad de amenaza de ley
represora.
En
el libro no llegas a proponer un contenido material para esas buenas
costumbres o virtud cívica. ¿Me equivoco si pienso que la ejemplaridad
que propones es un concepto formal?
El
concepto de ejemplaridad es en una buena parte estructural-formal cuyo
contenido varía históricamente. La ejemplaridad romana no es la misma
que la japonesa o la rusa, ni la del siglo XII igual que el siglo XXI,
pero en mi propuesta esta historicidad cambiante tiene dos límites. En
primer lugar, solamente llamaré ejemplar a aquel ejemplo positivo que,
si se generaliza a la sociedad, produce en ésta un efecto fecundo. No
todos los ejemplos son así, por lo tanto no a todo tipo de
comportamiento llamaré ejemplar. Los espartanos se deshacían de los
niños tirándolos por el monte Taigeto. A eso jamás lo llamaría ejemplar,
porque contradice uno de los principios básicos, que es la subsistencia
o la dignidad humana. El requisito de la universalización del ejemplo
es ya un requisito que condiciona en alta proporción el contenido de la
ejemplaridad. Y segundo, la doble especialización que describo en el Aquiles
como ejemplo cívico y como elemento constitutivo de tu individualidad.
El secreto de la vida reside en hallar la llave de la individualidad en
el proceso de socialización. Una sociedad bien ordenada estará
constituida por individuos que han resuelto de una manera satisfactoria
este proceso, lo cual condiciona también el contenido de la
ejemplaridad.
Una
de las tesis fuertes de tu libro es que todos los ciudadanos, por el
hecho de especializarse doblemente en casa y en el trabajo, son
ciudadanos públicos. Los políticos no son los únicos ciudadanos
públicos. Todos lo somos.
Exactamente. Hannah Arendt,
a la que todo el mundo ensalza, me parece una buena historiadora de la
filosofía y una muy competente teórica de las ideas, pero no una gran
filósofa. En La condición humana defiende algo que no solamente
es históricamente falso, sino que lo es filosóficamente también. Ella
propone un concepto griego de virtud pública que presupone el abandono
de la doble especialización, de tal manera que ser un personaje público
exige poco menos que no fundar casa ni elegir oficio, sino vivir en una
especie de ociosidad gozosa dedicada a la deliberación en la plaza. De
tal manera que solamente los parados, los rentistas o los vagos podrían
desarrollar esa virtud pública que ella defiende. En mi visión, lo
público de la ejemplaridad es redundante, porque todo ejemplo es
público. Igual que no existen lenguajes privados, como demostró Wittgenstein,
tampoco existen ejemplos privados. Por su propia naturaleza un ejemplo
es ejemplar para alguien, luego es público. Cuando hablo de ejemplaridad
pública incluye a todo individuo que deja el gineceo y se va a Troya
pasando del estadio estético al estadio ético: este ya es plenariamente
una persona pública sin necesidad de afiliarse a un partido político. De
tal manera que los políticos profesionales serían una modalidad de las
personas públicas, pero no admito que asuman el monopolio del concepto
de lo público. Además el imperativo de ejemplaridad es un imperativo de
todos los ciudadanos. Muchas veces me preguntan solo por el último
capítulo de Ejemplaridad pública, el 30. Es un capítulo que, como
una mera modalidad de lo que está comentado anteriormente, está
dedicado a los políticos, funcionarios y casa real, insistiendo en que
su responsabilidad no es de otra naturaleza a la del resto de
ciudadanos; si acaso más intensa (un plus), pero no diferente (un
novum). Pero todo hombre y mujer que realiza la doble especialización
puede, con todo derecho y merecimiento, ser calificada de persona
pública.
Hablábamos de los riesgos de una democracia sin ideal.
Sí,
la nuestra es una democracia sin ideal. Y entiendo por ideal la
propuesta de una perfección. Una perfección humana y política que
seduce, ilumina la experiencia individual, moviliza fuerzas latentes y
señala una dirección. El ideal es aquello que permite dos cosas muy
importantes desde el punto de vista de la viabilidad de un proyecto
político. Primero, el progreso, ya que el ideal es aquello que, por la
evidencia de su perfección, lo quieres y activa energías. Y segundo, el
ideal es la atalaya desde la que puedes juzgar el presente. Comparas el
presente con ese ideal y haces la crítica. El ideal es, pues, requisito
del progreso moral de los pueblos y de la sana crítica del presente.
Ahora
bien, vivimos en una sociedad en la que el ideal es imposible. El
hombre contemporáneo dice que el precio que tiene que pagar por ser
libre e inteligente es la renuncia al ideal, lo cual equivale a
condenarse a la vulgaridad, a no progresar, a no ejercer una crítica con
altura y dirección. El ideal es una fuerza reformadora de la vulgaridad
de la que antes hablábamos. Ante la vulgaridad hoy dominante tenemos
tres posibilidades: la postura reaccionaria es señalar que esta
vulgaridad es la prueba del fracaso democrático y que debemos volver a
la sociedad jerárquica, ordenada y autoritaria de antes, que esa sí que
funcionaba. La segunda actitud, que es la dominante, me parece mucho
peor, y es la que tiene hoy la cultura general y se ve en todos los
sitios, que es la actitud de la resignación. Es aquello de Churchill
de que la democracia es el menos malo de los sistemas. Como si la
madurez ciudadana implicara una renuncia a lo óptimo. Y luego está, en
último lugar, la postura reformista, superadora, la del ideal, por la
que abogo. Hoy el ideal parece imposible en una sociedad compleja,
multicultural, desconfiada de los grandes relatos. El exceso de lucidez
desmitificadora, la suspicacia generalizada, el cinismo ambiental, el
petimetre que está ya de vuelta de todo antes de haber ido a ningún
sitio: todo esto cierra las puertas al ideal. Pero lo necesitamos.
Seríamos más sabios si conserváramos nuestra capacidad de entusiasmo
para elevarnos a él. Aquel imperativo kantiano que decía «atrévete a
pensar» deberíamos traducirlo ahora por un «atrévete a sentir».
Para cierto liberalismo la propuesta del ideal se confundiría con el perfeccionismo moral.
Siempre
distingo entre el plano del ideal y el plano de la realidad. Es verdad
que la propuesta de una perfección es difícil, pero una sociedad sin un
ideal está llamada a envejecer, a repetirse, a ser acrítica con el
presente porque no tiene una posición desde el que criticarla y está
condenada a no progresar. Por eso, con gran osadía por mi parte, he
propuesta una ciencia del ideal: el ideal de la ejemplaridad.
Dices osadía, pero sueles preferir el concepto de ingenuidad.
Me
invitaron a dar unas conferencias en Estados Unidos en 2009 en varias
universidades y escribí un artículo que luego formó parte de Ingenuidad aprendida.
La academia americana, en mi campo, está dividida en dos departamentos:
los propiamente filosóficos practican una mezcla de fenomenología,
filosofía analítica y pragmatismo americano, extraña a la tradición
filosófica continental, la cual se cultiva en los departamentos de
humanidades y literatura comparada. Cuando estaba escribiendo lo que
pretendía ser una especie de presentación transversal para el público
americano de mi proyecto filosófico, me di cuenta de que mi conferencia
iba a ser malentendida por ambos departamentos. Los de filosofía porque
la verían demasiado literaria; los otros, porque la percibirían
demasiado constructiva, demasiado «ingenua», puesto que mi propuesta no
insiste en una reiteración de argumento de la lucidez, de la
deconstrucción y de la descomposición, sino que tiene un elemento de
emoción vibrante y entusiasmo. Mi ardid consistió en anticipar la
crítica y convertirla expresamente la ingenuidad en mi método
filosófico. Me gusta distinguir entre ser inteligente y ser sabio.
Ser inteligente es procurarse los instrumentos adecuados para un fin;
ser sabio es saber escoger bien los fines. Y un elemento de la sabiduría
en esta vida consiste en tener la ingenuidad de reservar una parte en
tu corazón para el entusiasmo, el eros que eleva, la emoción, sin
permitir que se apague del todo la llama, aunque a veces parezca que
todo conspira contra ella.
¿Por
qué crees que eso de lo que hablas, esa lucidez cínica, ha calado tanto
en los más jóvenes, que se supone que son los más inocentes e ingenuos?
Hay
que entender que la cultura sigue un proceso lento. Nosotros hablamos
con lenguaje prestado. Incluso cuando estamos solos pensando en algo
verdaderamente íntimo, tenemos la sociedad metida porque no podemos
pensar más que a través de palabras y las palabras son construcciones
sociales. Entonces, todo lo que la gente piensa hoy lo hace con palabras
prestadas. Esas palabras en préstamo eran vivas y nuevas en el siglo
XVIII o XIX, llenas de frescura y potencia. Sus creadores las
publicaron, luego se generalizaron, se masificaron y se convirtieron en
la visión natural del mundo, ya olvidadas de su origen. El niño de hoy,
que vive en una época que se está gestando poco a poco sobre bases
completamente nuevas, piensa, mira y siente todavía con los esquemas de
la cultura que ha sido dominante durante los últimos tres siglos pero
que ahora decae. Es frecuente que, en fase epigonal, la cultura asuma su
forma más rotunda, más hegemónica, más escolástica. Así ahora: todo el
mundo ha interiorizado y repite las consignas de la liberación cuando
esta ha perdido todo impulso emancipatorio. Ha calado tanto la filosofía
de la sospecha que el descreimiento ya se ha convertido en imagen
natural del mundo. El cinismo es la regla de vida. Un cinismo
inteligente y estúpido. Inteligente en el sentido de que convierte a un
niño de siete años en una persona difícil de engañar, suspicaz como el
que más, pero estúpido porque se priva a sí mismo del ideario de los
bienes que hacen esta vida no solo digna de ser vivida, sino digna de
ser amada.
He
leído que te defines como un literato y en tu obra la literatura tiene
una gran presencia. La vocación filosófica para ti es una subespecie de
la vocación literaria.
El
hombre y la mujer tienen un problema. ¿Por qué, si están dotados de
dignidad incondicional, están destinados a algo tan indigno como la
muerte? Esto es un enigma extraordinario. Ese enigma, el experimentarlo
en tu propia carne, que es el vivir y envejecer, produce una cierta
emoción general hacia el mundo y hacia nosotros mismos en el mundo. Si
recreas, celebras o lamentas esa emoción eres un poeta. Si la defines
eres filósofo. La diferencia es muy pequeña. Es un instrumento que
escoges. Un filósofo sin esa emoción previa, sin una visión del puzle
completo, respecto a este mundo fragmentario en el que solamente diez o
quince piezas están puestas, no es filósofo. Y no pasa nada. Será
profesor de filosofía, divulgador de filosofía, editor, traductor,
investigador… pero no será filósofo.
Richard
Rorty dice que la literatura es más importante que la filosofía porque
cumple con mayor eficacia la que debería ser misión de ambas, que para
él es ampliar la imaginación moral de la gente. Pone el ejemplo de cómo
fue mucho más importante para abolir la esclavitud la publicación de La cabaña del tío Tom que cualquier tratado filosófico reformista.
No
hay novela que de alguna forma no sea ejemplar. Todas lo son porque
proponen ejemplos positivos o negativos de conducta que modelan y educan
el corazón. No solamente La cabaña del tío Tom. Por ejemplo, es
sabido que la ley de quiebras que aprobó hizo en Inglaterra en el siglo
XIX fue una consecuencia del impacto que tuvo una novela de Dickens.
La novela produce en el lector una empatía con los personajes y sus
destinos: identificación, compasión, indignación, protesta. Son ejemplos
que, como antes comentábamos, hacen accesible la verdad moral en
acción. En Materiales para una estética defiendo la función
desempeñada por la estética subjetiva, que tanto contribuyó a la
liberación, pero señalo el nuevo papel de la estética en una época nueva
en la que la cuestión palpitante ya no es la «vivencia subjetiva» sino
la «con-vivencia». El problema no es ser libres, sino ser libre juntos.
Necesitamos un arte que sirva para presentar de manera seductora y
atractiva los límites inherentes a la convivencia. Comprender que
determinadas limitaciones son intrínsecas al individuo, no lo aniquilan,
sino que le prestan identidad, lo elevan. Como decía Goethe: «limitarse es extenderse».
A
veces pongo el ejemplo del lenguaje. El lenguaje es estrictamente un
producto social. Como tal, una mentalidad liberadora lo vería como
negativo, como opresor. Sin embargo, el lenguaje es aquello que te
permite pasar de la barbarie a la civilización y te permite no solamente
pensar con los demás, sino pensarte a ti mismo. Ahí tenemos un ejemplo
de un producto social que te limita puesto que tienes que seguir una
gramática, una sintaxis, una morfología y una semántica pero que al
limitarte te extiende, te amplía y te enriquece. Y el arte que hoy está
vigente es un arte desgraciado en una alta proporción, igual que la
filosofía, puesto que no se han hecho cargo de que lo verdaderamente
importante ahora no es repetir una vez más la condena de los límites en
nombre de la libertad sino encontrar la manera de presentar de manera
seductora y atractiva una poética democrática que alivie el gravamen de
la convivencia, que la presente bajo un aspecto seductor.
En
tu obra el diálogo con Ortega es fundamental. Y tanto en él como en
Unamuno España es un tema filosófico. ¿Lo es también para ti?
No.
Soy persona con vocación que ha tenido la visión de un ideal. Y el
ideal se postula universal, no es de Córdoba, no es de Extremadura, no
es de Burdeos, ni siquiera es de hoy. Te habrás fijado que, con un poco
de ironía, dedico Ejemplaridad pública a una dama anticuada, la
posteridad. Es que ni siquiera escribo exclusivamente para la gente de
hoy. Los escritores ahora presumen de despreciar la posteridad y que le
da igual lo que piensen los lectores del futuro. Una de las
responsabilidades de la filosofía es tratar de moldear la conciencia de
las generaciones futuras, esa imagen natural del mundo de la que antes
hablamos. Nadie se hace cargo de esa imagen del mundo porque es
demasiado general, es un todo. Solo la filosofía. Como las ciencias
están tan especializadas, alguien tiene que hacerse cargo de todo. Y ese
alguien es la filosofía.
¿Te
interesa la actualidad? Lo pregunto por algo que Sánchez-Ferlosio decía
de Savater. Algo así como: «Muy buen filósofo, pero está demasiado
ocupado con la actualidad». La actualidad es algo muy común entre los
filósofos españoles. Y en ti está ausente.
Sí,
ausente deliberadamente. Y no por falta de oportunidades, no hace falta
entrar en detalles. Parte de mi vida la dedico a declinar invitaciones a
opinar sobre la actualidad periodística. Mis libros proponen un ideal
que, aunque espacio-temporalmente condicionado, aspira a una cierta
universalidad. He querido ser ferozmente fiel a esa misión que consiste
en enunciar verbal y sistemáticamente ese ideal. He rehuido todo lo que
estorba esa fidelidad. Así, al final, soy incluso más útil a mi país. En
España no sobran casos de fidelidad a una vocación literaria y sí
sobran opinadores de la actualidad… No sé si leíste un artículo que
publiqué titulado Escurrir el bulto.
No, no lo he leído. Pero lo escurres.
Sistemáticamente.
Además como escribí ese artículo, me sirve como comodín siempre que
necesito utilizarlo. Cuando me preguntan algo sobre actualidad
periodística les recuerdo que soy el autor de Escurrir el bulto. Todo esto nació porque un día salía de una cena y me llamaron de la radio. El director de La Vanguardia, el director de ABC y el de Público
hablaban sobre independentismo y el director del programa me preguntó
mi opinión. Atravesé un instante lúcido y dije una frase que luego me
sirvió para escribir el artículo: «Vosotros no queréis mi opinión,
vosotros queréis mi posición». Y además les dije que dejé de hacer
exámenes tipo test cuando dejé el colegio. La ley de la política es la
ley del amigo-enemigo. Y está bien que sea así, eso no lo critico,
admito que cada sector de la realidad siga sus propias reglas. Un
partido político aspira a ocupar el poder y mantenerse en él. Y los
otros partidos, a desplazar al que lo ha ocupado. Y los grupos humanos
se dividen clarísimamente: el que me ayuda es amigo y el que me estorba
es enemigo. Y cada grupo crea un universo sentimental, ideológico,
político y social que favorece ese fin práctico. Eso, que es la ley de
la política, que está bien y es normal, me parece peligroso que se
extienda, como está ocurriendo particularmente en España, a esferas que
no son la política. Entonces resulta que en la cultura, en la opinión,
en la ciencia y en los estilos de vida lo que quieren de ti no es tu
opinión sino tu posición, que rellenes A, B, C o D del multiple choice.
Y yo que (aparte de mis obligaciones personales y profesionales), solo
quiero ser fiel a mi propia misión literaria, ocupar una posición y, por
tanto, dejarme contagiar por el amigo-enemigo, no me apetece y me
aburre, y por tanto me paso el día escurriendo el bulto.
Tu último libro, el que cierra la tetralogía, Necesario pero imposible, es un libro sobre religión.
No
exactamente sobre religión. He hablado del tema de Dios y la
inmortalidad del alma deliberadamente en el último libro porque quería
presentar mi teoría de la ejemplaridad en mis libros anteriores de una
manera que cualquier persona, cualquiera que fuese su ideología,
pudieran sentirse persuadida por ella. Una presentación de los
fundamentos de la experiencia antes de plantearse la hipótesis de una
esperanza. De manera que cuando irrumpa esta en la meditación filosófica
lo haga sobre unas bases que todo el mundo comparta. Es el coronamiento
de un sistema cuyos fundamentos están previamente establecidos en el
terreno de la experiencia de la vida, universal y compartida.
En
principio podría parecer que religión y filosofía son incompatibles,
porque para el creyente la filosofía está continuamente aguijoneando su
creencia y aserrando el suelo que pisa, y para el filósofo la creencia
puede prefigurar el resultado de su investigación, falseando de partida
su propósito.
Yo
diría más bien lo contrario, no ha habido filosofía importante en toda
la historia de la filosofía occidental que no sea de alguna manera
teológica. Hacer filosofía, pensar el ser, como diría Heidegger,
en el fondo es adoptar el punto de vista de Dios, ver las cosas como
las vería Dios, contemplar el todo. En ese sentido, elevarte al punto de
vista de Dios, con independencia de que Dios exista o no exista, es lo
que hicieron Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes,
Kant… e incluso el propio Heidegger. Por eso antes decía que una de las
cosas que más me preocupan en la cultura occidental es dónde ubica a lo
sublime. No tiene un fácil emplazamiento en este mundo. Vivimos en un
mundo donde está cuestionada la posibilidad misma de lo sublime. Salvo
quizá en la teología y en la astronomía. Quienes practican la teología
siguen creyendo en un relato épico. No conozco una filosofía que pueda
ser considerada en verdad grande que no sea una secularización de la
teología.
Te he oído decir que en la partida entre religión y ciencia siempre llegan a tablas.
La
imagen me parece buena. Sentados ante el tablero del mundo, el ateo
debe explicar de dónde viene todo, el creyente por qué todo está tan mal
hecho si hay un Dios omnipotente y bueno que lo ha hecho como ha
querido. El mundo no es divino y a veces parece antidivino pero no
parece creíble tampoco que se haya producido a sí mismo. En ambos casos,
las explicaciones me parecen, por lo general, bastante rocambolescas.
De ahí las tablas.
¿Y
qué opinión te merecen los cruzados del ateísmo, como Dawkins, Dennet,
Hitchens y demás? Ferlosio los llama creyentes en la increencia.
Cuestiones
como Dios o la inmortalidad del alma han pertenecido al centro de la
tradición filosófica desde los presocráticos. De pronto, estas
cuestiones abandonaron el escenario después de Kant. La cultura se hizo
súbitamente atea. Y dio como asunto concluido, sin necesidad de mayor
discusión, que la experiencia que perciben los sentidos agota la
realidad, tiene el monopolio. Cuando el llamado «nuevo ateísmo» se pone
en marcha, hace unos años, no hace más que llevar al terreno
mediático-científico o al activismo social lo que en el ámbito
filosófico es mainstream desde hace dos siglos. Ahora bien, a mí
esta situación me parece una anomalía: el que Dios o la inmortalidad del
alma sea un no-tema, cualquiera que sea la posición final de cada cual.
Es natural, razonable, que el individuo que, como decía antes, tiene
conciencia de su dignidad incondicional y al mismo tiempo de su destino
indigno se interrogue si hay alguna posibilidad de que la historia de su
yo continúe después de la muerte, si hay o no una prórroga a su
individualidad condenada a la destrucción, si puede haber realidad más
allá de la experiencia. Es una cuestión filosóficamente relevante, sin
ningún género de duda, y digna de meditación constante.
El
postulado del positivismo (que el mundo de la experiencia agota toda la
realidad) es una creencia tan indemostrable como su contraria. Además,
estos científicos cometen un error mayúsculo de método. Todos somos
agnósticos, porque nada sabemos, pero todos somos creyentes, incluso los
ateos. La ciencia positiva, instrumento óptimo para conocer las
regularidades impersonales de la naturaleza, ¿qué puede enseñarnos sobre
la hipótesis de un dios personal, trascendente, espiritual, que escapa a
los fenómenos materiales repetitivos? Nada de nada: así de sencillo.
Las relaciones interpersonales no son conocidas a través de la ciencia
de la naturaleza sino que requiere un sentido especial, un sensus,
que emparenta con la confianza, la credulidad, la mutualidad con el
otro personal. Solo disfruta de una obra teatral quien, en términos de Coleridge,
suspendiendo su incredulidad «se cree» lo que está viendo: ¿quién
soportaría a su lado a un aguafiestas que le recordase que todas las
pasiones desatadas en escena son solo ficción, los personajes actores, y
la acción pura fantasía? La verdad poética se esfumaría. Scheler demostró que la filosofía descansa en un previo eros del pensador y que el amante —que capta el valor del objeto—
precede al conocedor. Y mirando las relaciones interpersonales, una
disposición de apertura no solo permite el conocimiento de otro yo sino
que condiciona la existencia misma de esa relación, de manera que aquí
la fe crea su propia verificación: así la amistad o el amor, fundados en
la confianza mutua que existe solo cuando recíprocamente se alimenta.
Todo
esto lo ignoran esos científicos tan seguros de sí mismos y por eso
equivocan su aproximación al problema de una manera extremadamente
grosera. Es frecuente que las ideas religiosas de los científicos y
filósofos sean muy pueriles, contenidos de su infancia que no han
evolucionado conforme a su experiencia del mundo. Se inventan un
maniqueo para darse el gusto de refutarlo. ¿Quién cree realmente aquello
que ellos refutan? Hay gente, sí, pero no la más interesante
intelectualmente. La argumentación de muchos de estos nuevos ateos es a
veces erudita, con abundante información histórica y científica, pero
ellos carecen de una empatía mínima con el objeto de estudio, de ese sensus,
y sobre todo se percibe que toda esa argumentación más o menos
articulada descansa en un punto de partida inicial ya tomado de
antemano, depende de una toma de postura o una «opción fundamental»
previa respecto al mundo y sus posibilidades muy simple, poco
sofisticada, no justiciada, no refinada.
Sin duda volver a hablar de inmortalidad es una empresa audaz —o ingenua—,
porque este tema, para el común de los hombres cultos, es cosa juzgada:
nada nos espera tras la muerte. Me recuerdas a San Pablo, batiéndose el
cobre (dialéctico) en el ágora.
Mi tesis en el Aquiles es que lo que nos hace individuos es ser mortales, finitos y contingentes, no ser inmortales como Aquiles en el gineceo. Necesario pero imposible
es un libro hipotético, no es descriptivo, porque hablo sobre lo que no
sé. Todo el libro se puede resumir en el intento de hacer razonable,
verosímil, esta hipótesis sobre una prórroga post mortem de la
individualidad que no puedo comprobar ni experimentar. Distingo entre el
plano de la experiencia y el de la esperanza, que es el terreno de lo
hipotético, creíble, razonable, verosímil, no de lo verdadero. ¿Cómo
puedo hacer pensable y razonable para una conciencia moderna la
esperanza de una continuidad de lo humano más allá de la muerte?
Si
el individuo es mortalidad, su continuidad o supervivencia será en todo
caso «mortalidad prorrogada», nada de eternidad, divinización o
infinitud, como nos dicen Platón o Unamuno. En lugar de «alma inmortal»
prefiero el concepto de «mortalidad que no cesa». Y cuando busco en la
historia de las ideas, sin prejuicios, un precedente de eso que he
fundado en Aquiles en el gineceo, el único ejemplo que conozco en
época histórica de una continuidad de lo humano después de la muerte es
la pretensión de los discípulos del galileo de la resurrección de este.
Por eso hay un momento central en la segunda parte del libro en la que
me sirvo de todos los estudios sobre el llamado «Jesús histórico». Allí
hay una propuesta de una continuidad de lo humano, corporal, individual y
mortal, incluso mortalidad llagada. Es una mortalidad que mantiene los
signos de su paso doliente por el mundo.
Y
ese ejemplo que encuentras, en virtud de su inaudita ejemplaridad, que
tu llamas superejemplaridad, dices que merece un suplemento de crédito.
En
torno al galileo ocurren tres hechos sorprendentes. Cada una de ellos
por separado haría del galileo una figura única en la historia
universal; la coincidencia de los tres al mismo tiempo es cuando menos
intrigante y merecería una explicación de los historiadores que falta.
Es chocante que haya seis millones de libros de filosofía sobre Sócrates
y no haya un libro filosófico sobre el galileo en el que se tome en
serio la hipótesis de su resurrección. Del galileo me interesa sobre
todo su superejemplaridad en vida y su propuesta de esperanza (su
resurrección). Hegel trata al galileo, y Kant también, entre
otros muchos filósofos, pero de una manera que no hace justicia a esos
dos elementos fundamentales.
Los
tres hechos sorprendentes son los siguientes. El galileo encarna una
ejemplaridad que por su carácter no solamente extraordinario sino
excepcional merece llamarse superejemplaridad. El propio Nietzsche, en Anticristo,
parece que va a refutar la figura de Cristo y no lo hace; resulta que
el anticristo es en realidad solo un anticristianismo porque salva de su
crítica a la figura de Cristo, al que considera lo más cercano que
pueda pensarse a su ideal del superhombre si no fuera porque le resulta
demasiado compasivo, a diferencia de San Pablo, a quien Nietzsche
considera el origen de todos los males de la cultura occidental. Una
superejemplaridad que por ejemplo Bloch, el autor de El principio esperanza, ateo, destaca como la más extraordinaria que ha existido nunca. Es decir, ni siquiera los anticristianos la niegan.
El
segundo hecho que sorprende es cómo es posible que a un individuo con
el que vivieron sus discípulos, poco después de morir, lo divinizasen.
Hay casos de divinizaciones en las religiones politeístas: Alejandro
Magno se diviniza, Julio César se diviniza: en
una religión politeísta no tiene ninguna importancia. Pero los judíos
habían sido educados de una manera casi histérica en el monoteísmo, y lo
que definía ese pequeño pueblo monoteísta en un entorno de grandes
imperios politeístas era justamente ese monoteísmo radical, que está
desde el principio de la Biblia. Ese Dios que los judíos ni se atreven a
pronunciar, al que tienen un respeto máximo, que es la contraposición
lo humano, tras las resurrección lo ubican de repente en una persona
histórica con la que han vivido, generando unos problemas doctrinales
extraordinarios para ellos mismos, porque los riesgos de convertirse en
una religión politeísta son muy grandes: Dios padre, Dios hijo (y luego
Dios espíritu). Por tanto, si divinizan al galileo no es precisamente
motivados por un impulso genuinamente judío, sino más bien por la
irrupción de algo nuevo e incontrolable que les mete en problemas
doctrinales y sociológicos, como es la expulsión del judaísmo, porque el
cristianismo al principio era una secta del judaísmo.
El
tercer hecho sorprendente es que ese judío iletrado, pobre y desubicado
que itineró entre uno y tres años, que no tiene el poder carismático de
un guerrillero como Mahoma, no es legislador como Moisés ni es un
príncipe como Buda, un pobre profeta itinerante como ha habido muchos,
que no escribe nada, que no funda nada, que no establece ninguna
institución, es el desencadenante de la religión hoy en día más
extendida en el planeta. Cualquiera de estos tres rasgos por separado
convierte al individuo en algo extraordinario. Juntos en la misma
persona es algo filosóficamente incitante. Luego está la hipótesis de la
resurrección, indemostrable, fuera de la experiencia. Como hipótesis
tiene la virtud de que es un eslabón que da sentido a la cadena de los
tres hechos sorprendentes. Si resucitó es quizá porque lo divino nunca
muere, si lo divino nunca muere es que ese individuo tenía algún
elemento sobrehumano, que explica también su superejemplaridad, la
divinización por los judíos y su importancia histórica. Lo que me
interesa en la hipótesis de la resurrección es analizar el precedente
histórico de una continuidad de lo humano y presentarla de una manera
que sea razonable para una conciencia moderna culta, con independencia
de si luego le presta o no su íntimo asentimiento.
¿Por qué crees que el hombre moderno descarta la hipótesis de la inmortalidad —o mortalidad prorrogada— casi de entrada?
Tiene
sentido en perspectiva histórica. La figura del galileo es, en origen,
solo la de una superejemplaridad que ofrece esperanza. Inicialmente
incita un movimiento antisistema, pero a partir del siglo IV se
convierte en una religión imperial. Pasa de ser una creencia existencial
a una religión oficial de una cultura. Y cuando la religión es usada
por la política tiene como objetivo la legitimación del orden y tener
gratis, sin ley coactiva, la obediencia de los súbditos. ¿Qué es mejor:
amenazar a tu súbdito con un castigo en caso de incumplimiento o imbuir
en él una serie de ideas religiosas o patrióticas que hacen que obedezca
por propia convicción, sin necesidad de coacción? Es mejor la religión:
da explicaciones, alienta y se interna en tu propia conciencia. Durante
mil años ese estallido social procedente del galileo, que era
personalísimo y existencial, se convirtió en «cristiandad», religión
cristiana, religión oficial de un Estado en pugna con otros Estados. En
ese momento en teología política cuaja la visión cristiana de las cosas:
la teología, la estética, la filosofía… Cuando el hombre moderno quiere
ir poco a poco luchando por constituirse él en ciudadano autónomo,
emancipado, se encuentra con una enorme resistencia por parte de los
poderes anteriores, medievales, que pronostican el hundimiento de la
civilización porque, dicen, sin Dios todo está permitido. Es decir, si
no se sigue creyendo en el Dios de la teología política medieval se va a
caer en el caos absoluto. Muchos apologetas del siglo XV, XVI y XVII se
insisten en la fragilidad del hombre, en su consustancial corrupción,
en el fracaso de lo humano necesitado de salvación… ¡en el siglo XVIII
hasta las vacunas fueron condenadas! Lo querían menor de edad. Cualquier
progreso del hombre emancipado de la tutela celestial se consideraba un
desafío a Dios, cuyo trono se tambaleaba. Y lo que ha ocurrido es lo
contrario. No es que sin Dios la anarquía y decadencia moral estén
aseguradas sino al contrario: sin el Dios de la teología política, sin
el Dios medieval, ha llegado la democracia, el proyecto civilizatorio de
más éxito y de mayor altura moral de la historia universal.
Y cuando se le ofrece una posibilidad de pensar en una trascendencia ve…
Mil pretextos o ardides para volver a reducir al ciudadano a la minoría de edad.
Y eso es, en tu opinión, la esencia de su rechazo.
Exactamente.
Se ha entendido que, desde el punto de vista psicológico, la religión
es una regresión infantil. Desde el punto de vista ético, una vuelta al
estado de súbdito y no de ciudadano. Desde el filosófico y científico,
no atreverte a pensar la autonomía del mundo. Cuando la ciudadanía
aspiró a su mayoría de edad encontró la religión del lado equivocado.
Incluso cuando esa mayoría de edad ya era imparable, las estructuras del
antiguo régimen, clero, aristocracia y corona, todavía pugnaban
agónicamente por mantener la subordinación jerárquica de la mayoría de
los ciudadanos en una sociedad aristocrática y estamental. Entonces es
imposible que no asocies determinados problemas existenciales y
filosóficos —como Dios o la inmortalidad del alma— a un intento de reducirte a tu infancia ética, política y cultural.
La última: ¿a quién ha querido imitar Javier Gomá en su vida?
Muchas
veces me han preguntado si he tenido maestros, y no los he tenido. Soy
una copia sin modelo. Primero, quizá las circunstancias han sido así.
Segundo, quizá no he sentido la necesidad, la vocación produce unas
habilidades. En las cosas importantes de la vida me considero una
medianía sin relieve, un tipo del montón. Y lo digo con convicción y
reivindicación. En Ejemplaridad pública y en Necesario pero imposible
reivindico la figura de la medianía sin relieve: el señor que se
levanta por las mañanas, cumple sus obligaciones, llega a casa, convive
con sus hijos y va envejeciendo sin alharacas. Esa medianía sin relieve
me parece épica, es la de Aquiles. Cuando digo medianía sin relieve no
digo algo desechable, digo algo potente que me iguala gozosamente con
todo el mundo. En Necesario pero imposible una de las secciones se titula: Todo el mundo,
indicando dos: el todo del mundo que pertenece a todos por igual. Un yo
del montón. Me gusta. También me gusta la expresión «el común de los
mortales». Reúne en un mismo sintagma la idea de mortal y de común. Lo
que nos hace comunes es el ser mortales y eso se crea una comunidad de
mortales. Ahora bien, cuando tienes una vocación muy tiránica,
despótico, totalitaria y que te ocupa todo el espacio, la vocación
produce unas habilidades específicas, como la función crea el órgano.
Sentí que poco a poco se iban desarrollando en mí las habilidades
necesarias para ejercitar esa vocación. Y quizá eso ha hecho que no haya
sentido una necesidad de encontrar un solo modelo, sino que más bien,
como hacemos la mayoría, creas una figura ideal compuesta por la
influencia de muchos modelos, sin concentrarlo en uno solo.
Fotografía: Guadalupe de la Vallina
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